Dicen que a veces hay que olvidar en defensa propia y que algunos recuerdos te miran con la superioridad moral del peatón al otro lado del paso de cebra que te aniquila con la mirada viéndote pasar cuando no te toca.

Mi hermano estaba al límite de su peso con una melena rizada infranqueable, una nube de problemas azabache posada en su cabeza, barba de náufrago y unas ojeras como dos horizontes de sucesos que te arrastraban a una mirada profunda y cansada, pero que todavía se oteaba el fuego del que sabe que no podrán con el, ese que me reconozco ante el espejo, esa hoguera genética que tienen los que la vida nada le regala y tienen que desgarrarle a dentelladas la bolsa de juguetes a la suerte. Hacía casi tres años que andaba trabajando de noche ocho horas en un hospital mental de Ciempozuelos y estudiando de día en la Universidad de Comillas -no sé como no acabó de paciente- dejando atrás un puesto de trabajo de esos de antes fijos, poniendo media España de distancia con la familia, su novia y su zona de confort.

Después de pasar fatigas dobles como un palmero en Japón, logró su título con matricula de honor, cum laude en buscavidas y un máster en hipotiroidismo, que es lo que te buscas cuando se tira de pelotas para lograr lo que se quiere y por muy poco lo termina de consumir. Bendito sea.

De mi padre siempre me ha sorprendido su falta de egoísmo, nunca tuvo ninguna distracción aparte del trabajo y su familia, bueno, las quinielas y primitivas varias, que solo hacían darme más la razón para pensar en su tremenda generosidad. Como lleva trabajando desde los nueve años, su sueño es quitarnos a todos de trabajar, «te vas a aburrir de hacer discos» me dice ahora, fantasea siempre con hacer una casa grande para mi madre y cuatro casas alrededor para mi y mis hermanos, cuarenta años metiendo la Bonoloto para mejorar la vida de los demás, tiene tarea.

Recuerdo cuando con trece años creí que éramos ricos, mi padre brincaba como un gorila enorme que se jacta delante de su prole, el periódico que sostenía se desojaba como una bandada de gaviotas y esa cara de felicidad encendida que solo se la volví a ver cuando España ganó el mundial. «¡Una de cinco, mamá!, una de cinco!», gritaba por el pasillo, creo que fue la última vez que le tocó algo, pensaba que tenía también el complementario, pero no, de ser millonario a ciento cincuenta mil pesetas hay un trecho, el dinero justo de la matrícula de mi hermano cuando se fue a Madrid.

En casa del currela, dura muy poco la alegría, pero tuve la suerte de caer en una familia que iba sobrada de vergüenza, que desde que tuve conciencia me hicieron consciente del valor de trabajar duro, sin atajos, la verdad por delante y la cabeza siempre alta, «adorar al señor no la píldora, eso es de miserables».

Todo esto me viene a la cabeza mientras observo en televisión a una señora ondear un papel con tres firmas falsas. «Hay que dejar la vanidad a los que no tienen nada que exhibir», dijo Honoré Balzac.