El mito es el que piensa. Pero también el que respira. Vivimos en los mitos como el pez en el agua. Los mitos son nuestro aliento, incluso en el escéptico, en el que cree vivir sin ellos. El mito es el que busca y obedece, el mito es orientación y guía, sumisión y liberación. Hoy vivimos en el mito de la ciencia, que es lineal y progresivo, pero hubo tiempos en que los mitos eran signos en rotación, circulares y eternos. Joseph Campbell, en un esfuerzo titánico, sostenido durante décadas, recogió esos mitos en cuatro volúmenes, que son ya clásicos y que ahora publica Atalanta, en una edición revisada por la Fundación Campbell, con la elegancia habitual del sello.

El mito goza de una distancia irónica con la realidad y, cuando está bien contado, equilibra esa querencia tan humana por la literalidad. Y si nos guía sin que lo advirtamos, si se pone la máscara de lo «literal», entonces su eficacia resulta incontestable. Pues ya no es posible leerlo entre líneas o rastrear sus inclinaciones (los mitos se inclinan como los juncos). Ahí es cuando el mito se vuelve peligroso, pues adquiere un efecto paralizante, coarta cualquier posibilidad de interpretación y cierra el abanico de posibilidades. Nos quita el aire e impide la participación. Entonces no vivimos en el mito, sino que es el mito el que nos vive, abocándonos a la ceguera o la estupidez.

Las imágenes míticas rigen las vidas y las culturas de un modo implícito. Hoy el mito dominante, que es el de la ciencia, exige la desacralización de la naturaleza. Al hacerlo excluye, de un modo inmediato, otro mito, el mito de la diosa, que Campbell trató en una serie de conferencias recogidas en otro libro (Diosas, 2016). Ese mito, el de la diosa madre, percibe el universo como un todo orgánico, sagrado y vivo. La diosa es el núcleo del universo y sus «hijos» todo el mundo natural: los ríos y las montañas, los planetas y las estrellas y, por supuesto, todos los seres vivos. Las diferentes formas de vida se encuentran entrelazadas porque todas participan de la santidad de la fuente original. Con el programa científico del «domino de la naturaleza», nuestra imagen mítica de la tierra perdió esa dimensión. Si la tuviera, no podríamos explotarla como lo hacemos. La abrimos en canal para trazar carreteras, la penetramos violentamente en busca de gas o combustibles fósiles, y no nos duelen prendas. Nuestro bienestar exige esa profanación. Hoy, el cuerpo entero de la tierra corre un peligro de inédita magnitud. A nuestras espaldas se amontonan los escombros no sólo de las civilizaciones pretéritas, sino también los de nuestros propios residuos. Los desechos de las centrales nucleares y químicas, las toneladas de plástico que surcan los océanos, la chatarra espacial que amenaza con caer sobre nuestras cabezas. Desde la época babilónica sabemos que la diosa, asociada con la naturaleza, comenzó a considerarse como una fuerza caótica que debía ser sometida. Ese fue el comienzo de una crisis y un progresivo divorcio que llega hasta nuestros días. La humanidad y la naturaleza han llegado a colocarse en polos opuestos. El hábito de erigir el pensamiento a partir de términos opuestos, como hacen los lenguajes binarios de los ordenadores, ha desencadenado el poder imparable de lo virtual. Ya no vivimos en el mundo, en el paisaje, sino contra el mundo, a pesar del mundo. Un poder que, en la época moderna, inaugura Don Quijote y cuya manifestación más reciente puede verse en la última película de Spielberg.

La definición del mito

Las definiciones del mito son casi tan extensas como las variedades de mitos. Joseph Campbell nos ha dejado algunas de ellas. El mito como «abertura» a través de la cual las energías cósmicas se transforman en manifestaciones culturales. O, de un modo más general, los relatos de la raza humana, relatos con los que cargamos y mediante los cuales nos proyectamos hacia el futuro. El mito es el sueño que todo el mundo tiene, o que tiene una sociedad en una época determinada. Hay, además, mitos públicos y mitos privados. Ambos se manifiestan en el mundo onírico, que es como el otro lado del espejo en el que se miel ran los mitos: «El sueño es el mito personalizado; el mito es el sueño despersonalizado». Los mitos, además, empalagan. Como los poemas, hay que leer sólo unos pocos, deglutirlos lentamente, interiorizarlos, si no queremos que se conviertan en tediosa letanía. Cualquier lector de Robert Graves o del propio Campbell lo sabe. Hay que ir despacio si no se quiere quedar anegado por toda la energía psíquica que encapsulan.

Mientras la historia erige el archivo del pasado, consignado en una sucesión de acontecimientos manifiestos, hay otra corriente que discurre, irrefrenable, por el subsuelo. Ese acontecer oculto ejerce una poderosa influencia sobre el espíritu humano, pero no siempre se manifiesta en acontecimiento y no siempre es posible registrarlo. Algunos hombres y mujeres imaginativos han logrado realizar valiosas incursiones en esa dimensión desconocida. Pienso en Anne Baring y Jules Cashford, que han seguido el hilo dorado de una historia dramática y extrañamente sugerente, desde las primeras estatuillas del Paleolítico hasta las representaciones contemporáneas de la virgen María, recogidas en El mito de la diosa (2005). O en los trabajos de Mircea Eliade, Heirich Zimmer, Robert Graves, Henry Corbin o Carl Jung. Tosas esas investigaciones han encontrado similitudes y paralelismos en culturas aparentemente inconexas (tanto en el espacio como en el tiempo), planteando el ineludible interrogante sobre los modos de trasmisión de todo ese contenido psíquico.La evolución del mito

Las necesidades humanas cambian, también lo hacen los mitos. Campbell describe esa evolución desde los primeros cazadores-recolectores. Entonces la naturaleza se hallaba investida del espíritu y la presencia divina. El mito pretendía resolver el conflicto que suponía la muerte de un animal divino. La víctima, cuyo origen es una fuente arquetípica eterna, se entrega dispuesta pues sabe que su vida retorna a la Madre. La matanza se convierte en un ritual del que participan por igual el animal y el hombre, sacrificador y sacrificado (una dialéctica que explicó de un modo ejemplar René Girard en La violencia y lo sagrado). Con la Edad del Bronce y las primeras sociedades agrarias, tanto en Oriente Próximo como en Mesopotamia, los mitos sufren una nueva mutación. El mundo vegetal se convierte en el objeto de los sacrificios simbólicos y rituales. Es en esta segunda fase en la que aparece el mito de la Diosa. La Madre Tierra y su hijo-consorte, que muere y resucita. De ella surgen todas las formas de vida y a ella regresan. Los nuevos motivos son cíclicos: las fases de la luna y la sucesión rítmica de las estaciones y los cultivos. La tercera fase llega con las primeras civilizaciones. La observación de los astros induce la idea de un patrón cósmico, en el que los individuos son meros participantes de un programa eterno. El Sol es el soberano y los planetas su corte. La Diosa Madre sobrevive en este esquema, pero ahora sus poderes están limitados por un marco rígido de relojería. Las incursiones bárbaras cambiarán este esquema. Los pueblos indoeuropeos y los semitas traen una mitología dominada por un dios guerrero cuyo símbolo es el rayo. La tecnología extranjera del hierro subyuga el viejo mito de la Diosa. Las mitologías de Grecia, India y Persia son el resultado de esa fusión. Zeus e Indra, dioses del trueno, interactúan con Deméter y Dionisio, cuyo sacrificio y renacimiento ritual da testimonio de su origen pre-indoeuropeo y, todavía, se representa en la Grecia clásica. El centro se desplaza hacia lo masculino. Zeus asciende al trono de los dioses y Dionisio es degradado a semidiós. En la mitología bíblica el elemento femenino es degradado hasta el extremo.

Walter Otto y Robert Graves han sido grandes narradores de mitos. El propio Campbell, que en su juventud fue un gran velocista, es un narrador solvente y ágil, que ni se adorna ni se detiene en bagatelas. Como pensador, combina elementos de mitología medieval, amor romántico y espíritu moderno. Para Campbell, en nuestro tiempo la función tradicional de los mitos ha sido asumida por poetas, artistas y filósofos creativos (Thomas Mann, Pablo Picasso y James Joyce eran algunos de sus preferidos). Mientras los sacerdotes tienden a una lectura literal de sus propios mitos (como hicieron los modernos profetas del positivismo y del conductismo, que idolatraron el «método científico» sin interesarse demasiado por su funcionamiento); los poetas y artistas, siendo ellos mismos creadores de imágenes, advierten en seguida que toda representación (ya sea el cuerpo visible de una piedra o el mental de una palabra o ecuación) se encuentra sujeta a diferentes lecturas y modos de interiorización. Campbell sugiere que ambos, el científico y el poeta, son creadores, pero la poesía del primero es exagerada (y en ese sentido emula la autoridad del profeta), mientras que la del segundo es irónica y abierta a sorpresas: la alegría o la angustia, el terror demoníaco o el éxtasis místico. Así, las diferentes religiones y tradiciones míticas serían las diversas «máscaras» de idénticas y trascendentes verdades, por otro lado inalcanzables.

La utilidad del mito

Las funciones del mito son innumerables, pero Campbell destaca cuatro. La primera, quizá la más conocida, es la identitaria. El mito sirve en este caso para apoyar el orden establecido o para subvertirlo. Se trata de un mito que no sólo integra orgánicamente al individuo en el grupo, sino que amplifica esa pertenencia. Las diferentes mitologías nacionales, raciales, religiosas o de clase son su manifestación más reciente. Ya no se trata de un fenómeno exclusivo de países en vías de desarrollo, donde una deficiente educación fomenta la credulidad, sino que prolifera en los países más seculares y democráticos. Una ola de neotribalismo recorre Europa, especialmente en las sociedades más ricas y desarrolladas. Un fenómeno que tiene mucho que ver con el miedo a la inmigración y, sobre todo, con el aburrimiento. El mito contribuye a fijar, en los miembros del grupo, la asociación entre un sistema de signos y otro de sentimientos. Juntos generan una fuerza impersonal que acaba resultando imparable.

Otra de las funciones esenciales del mito, más filosófica, es la de fomentar el asombro, el misterio de la existencia. Las emociones asociadas a dicho enigma van desde el miedo al éxtasis místico. Los maestros del aliento espiritual son aquellos que han logrado encontrar su propio mito y, gracias a su excepcional agudeza sensible y creativa, hacer participar a los demás del mismo. Una tercera función, asociada a la anterior, es la cosmológica. El mito establece una imagen del universo, la visión de un orden espacio-temporal (hoy día matemáticamente impersonal, pero antaño poblado de emociones oscuras o luminosas). Finalmente, el mito de la subjetividad, el que orienta al individuo en el orden de realidades de su propia psique, guiándole hacia su propia perdición o realización espiritual. Hoy sabemos que la desaparición de las máscaras fue un vano sueño, que no hay leyes en sí mismas y que nunca hay que subestimar las posibilidades de una metáfora. Sin embargo, seguimos jugando a que no lo sabemos, y nos inclinamos ante las máscaras por miedo a nuestra naturaleza, por miedo a creer en la unidad de todas las cosas.

*Juan Arnau es filósofo