La publicación de un libro de cine editado con tanto esmero y rigor como el que hoy nos ocupa no es moneda de uso corriente en el panorama editorial de nuestro país. Porque aquí, una de dos: o se publican fastuosos volúmenes carentes de contenidos medianamente aceptables o textos de un extraordinario valor intelectual sustentados en ediciones manifiestamente paupérrimas. El término medio parece estar proscrito de los planes de muchas de nuestras editoriales. De ahí que no hayamos dudado un solo instante en destacar tales aciertos como una circunstancia excepcional, como algo realmente digno de ser señalado en el contexto de un mercado cultural cada vez más prosaico, desaseado y monotemático, tal y como pudimos constatar con toda suerte de detalles en la última Feria del sector, clausurada hace escasas semanas en nuestra ciudad.

Se trata de un trabajo cuya impecable hechura pone inevitablemente en entredicho la labor de tantas compañías españolas infectadas por el virus de la precipitación y por la pulsión irrefrenable de sobrecargar las librerías de ediciones claramente mejorables, no sólo en términos formales sino incluso en el siempre controvertido terreno de los precios, en muchos casos absolutamente abusivos. Sea como fuere, no quisiera extenderme en este asunto, pero comparémoslos con los que rigen en otros países de nuestro entorno y notaremos inmediatamente la diferencia, en algunos casos abismal, que existe entre los criterios comerciales de unos y de otros. Pero ésta ya es otra batalla que, en cualquier caso, no deberíamos nunca dejar de librarla.

Bajo el sello Libros Cúpula, perteneciente al grupo Planeta, Los hermanos Coen (La historia de los hermanos cineastas más icónicos de nuestros tiempos) recoge un pormenorizado análisis, película por película, de la amplia y sustanciosa filmografía de los autores de Fargo (Fargo, 1996), publicado en cartoné e ilustrado con un generoso despliegue de imágenes, muchas de ellas inéditas, profusamente comentadas por el propio autor, el escritor, periodista, guionista y editor británico Ian Nathan. Echamos en falta, sin embargo, la inclusión del preceptivo índice onomástico que, sin duda, hubiera facilitado enormemente las tareas de una eventual consulta de la obra, sembrada, como es natural en cualquier trabajo de esta naturaleza, de nombres propios y de un prolífico listado de producciones cinematográficas, que han ejercido, según confesiones de los propios hermanos, una notable influencia en su amplia y acreditada filmografía.

El planteamiento del libro, al igual que otros del mismo escritor, como el dedicado al cineasta norteamericano Tim Burton, publicado también por Libros Cúpula, parte de numerosas entrevistas realizadas por el propio Nathan con los directores y con algunos de sus colaboradores más cercanos a lo largo de más de una década, desvelando algunas de las claves más encriptadas del turbio, irónico e inquietante universo coeniano, así como las inquietantes razones que explican su peculiar querencia por personajes de moral equívoca, ambiguos, taciturnos e inescrutables que se mueven en desolados escenarios invernales y en oscuras y alambicadas tramas criminales de las que sus protagonistas rara vez salen incólumes.

En este aspecto, como en otros muchos, su cine es de una enorme versatilidad, constituyendo, sin duda, uno de los más importantes y reconocidos ejes dramáticos sobre los que gira su obra cinematográfica. ¿Cómo podríamos afrontar con el debido rigor el cine de los Coen sin contar con un factor tan decisivo en su peculiar concepción de la mise en scène como esa singular fauna humana de la que suelen rodearse? ¿qué espectador no se ha visto tocado emocionalmente por la misteriosa aureola beatífica que envuelve a muchos de sus personajes o por la magnitud interior que reflejan sus respectivos dramas personales?

Desde el abyecto sociópata encarnado por Javier Bardem en No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007), trabajo con el que el actor español obtuvo su primer Oscar, hasta el gánster de gesto imperturbable de Muerte entre las flores (Millerss Crossing, 1990), encarnado por el inclasificable intérprete irlandés Gabriel Byrne; pasando por la turbiedad moral que rodea a los protagonistas de Sangre fácil (Blood Simple, 1984), encabezados por Emmet Walsh, John Getz y Frances McDormand; los héroes rotos que se enfrentan al infierno sobrevenido en Fargo; el justiciero borracho y pendenciero de Valor de ley (True Grit, 2010), interpretado con su habitual solvencia por el norteamericano Jeff Bridges; la pareja psicótica de Arizona Baby (Raising Arizona, 1987); personificados por Nicolas Cage y Holly Hunter; los fugitivos errabundos de O Brother (O Brother, Where Ar Thou?, 2000); el guionista de alma atormentada que deambula por Barton Fink (Barton Fink, 1991); las mentes paranoides que gobernaban la meca del cine en los años 50, magistralmente retratadas en ¡Ave, César! (Hail, Caesar!, 2016), con la memorable actuación de Josh Brolin, George Clooney y Ralph Phiennes; el barbero etéreo y aprensivo de El hombre que nunca estuvo allí (The Man Who Wasn´t There, 2001), papel que le correspondió asumir al gran Billy Bob Thornton, hasta el Jeff Bridges vago, inadaptado e indolente de El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) constituyen un rico muestrario de personajes fuera de norma, de antihéroes de conducta errática a los que los Coen dotan de un extraño e indescriptible magnetismo interior. Todos, sin excepción, representan el inconfundible canon actoral ideado por estos directores desde su explosivo debut en Sangre fácil, un canon que nos desplaza al lado más sombrío y tenebroso del ser humano con un silencio y una mirada cuasi ceremoniales.

Junto a Quentin Tarantino, Wes Anderson, John Lasseter, Tim Burton, Guillermo del Toro, Christopher Nolan,

Richard Linklater, David Fincher, Darren Aronofsky o Paul Thomas Anderson, los nuevos monstres sacrées del cine estadounidense, Joel y Ethan Coen (St. Louis Park, Minneapolis, 1954/1957) han compartido la más gloriosa avanzadilla artística que ha sacudido los cimientos de Hollywood desde hace varias décadas, razón por la cual sus nombres se asocian a menudo, y con razón, a lo más florido de la producción independiente norteamericana de los últimos treinta años y que muchas de sus películas, incluidas las menos afortunadas, como The Ladykillers (The Ladykillers, 2004), se hayan alojado en nuestro imaginario como la expresión de un cine que observa el mundo desde una sensibilidad visual muy distinta a la que nos tienen habituados legiones de cineastas del Hollywood de nuestros días, más pendientes de la rentabilidad inmediata de sus trilladas producciones que de establecer una marca personal que les acredite como creadores con pedigrí propio.Mirada

Una mirada exenta de tópicos y lugares comunes que escudriña donde otros sólo se limitan a pasar de puntillas; esquivando constantemente la corrección política para adentrarse en las zonas más turbias e intransitables de las sociedades modernas, ahondando en el pozo sin fondo donde habitan las especies más retorcidas, oscuras y vicarias del género humano. Así iniciaron su trayectoria profesional y así siguen, tras más de tres décadas de oficio, demostrando que el suyo es un estilo en permanente evolución, un estilo que intenta desvelar los misterios de ciertas conductas psicóticas en un mundo no tan normalizado como se nos pretende mostrar insistentemente el cine mainstream en todas sus variantes. No es tan fácil entrar por la puerta grande del cine sin contar previamente con una importante cobertura financiera o con el apoyo incondicional de quienes disponen de la facultad de generar un cierto estado de opinión favorable acerca de las hipotéticas bondades artísticas de cualquier cineasta en ciernes. Los Coen o dispusieron de ninguna de estas condiciones cuando, en su adolescencia, decidieron fijar su futuro profesional en el ámbito de la dirección y la producción cinematográficas, campo en el que han adquirido las tablas necesarias para convertirse, en muy poco tiempo, e paradigmas de la posmodernidad en un Hollywood dada vez más condicionado por las servidumbres de una industria depredadora sobre la que pesan cada vez más los estigmas de una tradición incapaz de cuestionarse a sí misma y de recuperar los elevados índices de creatividad que sí se registraban en otros tiempos, tristemente arrinconados por mor de los estándares de rentabilidad que rigen hoy en los dominios del gran negocio audiovisual.