«Creo en los valores del salvajismo; éstos son: el instinto, la pasión, el humor, la violencia y la locura. Para mí, por ejemplo, la locura es cordura. Lo normal son los psicóticos. Normal significa falta de imaginación, falta de creatividad. Sin pan el hombre se muere de hambre, pero sin arte ni creatividad se muere de hastío». Palabras que condensan la vida y la obra de Jean Dubuffet, el hombre que acuñó el concepto de art brut y que protagoniza, a partir de mañana, la nueva exposición temporal del Centre Pompidou Málaga, titulada El viajero sin brújula.

Resulta divertido imaginar la reacción de Dubuffet (falleció en 1985) al verse de un tiempo a esta parte sacralizado en los templos del arte, o perorar sobre qué exabrupto soltaría al ver como, por ejemplo mañana mismo en el centro del Muelle Uno, un buen puñado de gestores y políticos enchaquetados y encorbatados glosan las características de su obra. Porque sí algo destacó el autor de Le Havre es por su profundo desprecio hacia lo que él consideraba «la cultura oficial»; de hecho, su gran creación, el concepto de art brut (o arte marginal), es una denuncia de los métodos represivos de lo mainstream, de lo perfectamente canalizado. Para él, el arte debía ser espontáneo, antiacadémico, más cercano a los dibujos de los niños y las manifestaciones artísticas de las culturas primitivas que de los grandes y profesionalísimos pintores de salón y subasta. «El arte se dirige a la mente, y no a los ojos. Siempre ha sido considerado de esta manera por pueblos primitivos, y ellos tienen razón. El arte es un idioma, el instrumento del conocimiento, el instrumento de la comunicación», sentenció el propio creador.

Jean Dubuffet (Le Havre, 1901-París, 1985) iba para continuar el negocio familiar (la venta de vinos) y, de hecho, lo asumió a lo largo de sus diversos desencuentros con el arte. Porque Dubuffet no encontraba acomodo en un mundo, el artístico, que encarnaba mucho de lo que despreciaba. Cuando inauguró su primera exposición individual peinaba 43 años. Pero nunca entró en el circuito de las galerías, los marchantes, las grandes pinacotecas... Lo suyo estaba en otros lados, en los márgenes de la sociedad: encontraba fascinante, genuino el arte creado por internos de psiquiátricos, inadaptados, niños, ancianos, prisioneros y, en general, todos aquellos alejados de las normas que nos impone una sociedad que castra la auténtica creatividad. Una pasión que le llevó a coleccionar hasta 5.000 piezas creadas por todo tipo de autores inclasificables. En todas ella encontró lo que siempre buscó en el arte: «Sacudir el espíritu, no buscar la belleza, que acaba siendo un concepto dictatorial. La belleza es pura secreción de la cultura como los cálculos lo son del riñón». No analicen, por tanto, las obras de Jean Dubuffet en busca de la sección áurea.

Enfermos mentales

No fue Dubuffet el primer investigador en el arte creado por enfermos mentales (un grupo expresionista, por ejemplo, ya inauguró una exposición compuesta por obras firmadas por pacientes de un psiquiátrico en el lejano año 1911) pero sí quien, junto con compinches como Andre Breton, logró reunir y mostrar el stock más impresionante. En 1967 expuso buena parte de las 5.000 piezas de 200 autores que amasó con el objetivo confeso de «crear polémica»: «Ésta fue mi misión y mi atentado más bello». Porque lo del de La Havre no era, precisamente, arte-terapia, esos talleres que buscan conducir al enfermo de vuelta a las convenciones sociales, a la cordura; eso es, precisamente, la antítesis del art brut, un elogio a la locura como pocos ha habido. Aunque, claro, con matices: «No existe un arte de los locos, como no hay arte de los dispépticos o de los enfermos de la rodilla. Y encontrar a un verdadero artista es casi tan difícil en los locos como en la gente normal», argumentó Dubuffet.

La exposición El viajero sin brújula (título también de una de las obras del artista) compila una importante selección de los trabajos propios, marcados por la importancia de lo matérico («El hombre tiene que expresarse, pero también la herramienta y el material también»), la exploración de los volúmenes y la arquitectura y, en suma, cualquier elemento o lenguaje con el que Jean Dubuffet pudiera dialogar con su instinto y sus delirios.