La obra más celebrada de Guibert es El fotógrafo, un trabajo mayúsculo que realizó en colaboración con el fotógrafo Didier Lefèvre y con el color de Frédéric Lemercier. Una obra que narra la experiencia de una expedición de Médicos Sin Fronteras a Afganistán en 1986, donde las fotografías tomadas in situ por Lemercier se combinan magistralmente con la narrativa gráfica en un cómic imprescindible.

Pero la relación de Guibert con Alan Ingram Cope se antoja, a estas alturas, la obra en construcción más ambiciosa del autor francés. Un trabajo de varios títulos que van desgranando la historia de un ex soldado de la Segunda Guerra Mundial cuya vida, sencilla más allá de esta circunstancia bélica, pero profunda, nos muestra en cada nueva novela gráfica un capítulo imprescindible del todo que es el propio Alan.

Aprovechando para recomendar (efusivamente) que la descatalogada La guerra de Alan sea reeditada, el que nos ocupa es un cómic centrado en la letra pequeña de toda vida, que al final constituye los párrafos más importantes. El crecimiento personal, el amor y la amistad.

Martha y Alan pone en imágenes los recuerdos de un joven Alan que entabla en la niñez una amistad profunda con Martha, una niña de su entorno pero de condición social diferente (digamos media/alta) a la que le unirán pequeñas cosas de infancia: subir a los árboles, juegos de niñez, pequeños rituales cotidianos, el coro en el que ambos participan… Una relación que el tiempo no altera pero transforma. Una relación, quién no puede sentirla como propia, que la vida separa con la tranquilidad del día a día, las vicisitudes, la madurez, el nuevo enamoramiento de juventud, la distancia y finalmente cierto grado de olvido. De distancia con nuestro propio pasado. Y a través de ese relato se cuela en el libro una semblanza de una época que ya fue el núcleo duro en La Infancia de Alan: la Gran Depresión, cuyo impacto en la sociedad estadounidense se retrata nuevamente en esta historia, con enorme exactitud.

La gran maestría de Guibert nos hace cómplices de sensaciones particulares (el relato se cuenta en primera persona, es la voz de Alan y no otra la que nos habla) y las universaliza. Y así comprendemos ese vínculo que trasciende décadas y vivencias, vuelve y vuelve a irse pero no abandona del todo a Mr. Cope, hasta el punto de que en la edad adulta y hasta en la vejez Martha no es un recuerdo borroso de infancia, sino un apoyo sólido, maduro, para el sostén de toda una vida. Estamos ante una historia sutil en que el afecto se muestra algo importante en nuestras vidas. Porque como dice a modo de prólogo la obra, en cita del propio Alan, «somos las personas de las que hablamos».

Guibert maneja asuntos trascendentes sin aspavientos, con aroma postimpresionista y una cadencia de vals suave, algo sensual, emotivo. Su pericia pasa por hacer fácil lo difícil, transportarnos como lectores a la complejidad de su amigo Alan con un relato sencillo contado con austeridad, sin subrayados o énfasis. Con suma delicadeza y una aguda capacidad para empatizar con el relato que maneja. Hacernos empatizar a los lectores. Guibert, lo habrá adivinado el lector si desconoce su obra, no es un autor de recursos manidos. Especialmente desde que decidió imbricar fotografía con su estilo gráfico de post línea clara en El fotógrafo, cada nuevo trabajo del dibujante de París supone un reto. Sus lectores habituales disfrutamos del a ver qué hace ahora como gozábamos hace años con los desafíos gráficos y narrativos de Frank Miller o Alberto Breccia. Y en Martha y Alan no defrauda.

Para este relato de memoria y recuerdos de lo más íntimo, Guibert se aleja de la fotografía, que sigue siendo la base para su pericia de ilustrador, y crea un cómic sin empleo de viñetas, sino de grandes estampas a doble página. En ellas cuela sutilmente la narratividad, la elipsis, los escasísimos diálogos y hasta la imagen secuencial. Hay en esto mucha sabiduría y un juego formal por el que nos deslizamos con suavidad, absortos ante la belleza y potencia de su capacidad gráfica. Una capacidad que, para iluminar este relato, parece abrevar de referentes pictóricos como el realismo americano de la Escuela Aschan y sus prolongaciones. En especial, creo que el sentido metafísico de Edward Hopper es algo que se puede entrever en algunas estampas y escenas de Martha y Alan (como en todo su espectacular tercer y último capítulo). También abunda en cierto gusto por el minimalismo de oriente, y por descontado, en todos sus trabajos previos, a los que este se une sin ruptura pero también sin reiteración.

Y no repetirse pero ser enormemente personal está al alcance de pocos. Emmanuel Guibert consolida su posición de maestro del cómic moderno, uno de los nombres propios de la novela gráfica, autor de obras personales maduras, profundísimas y bellas como este relato de amor a lo largo de las décadas de su amigo Alan. Editorial Salamandra Graphic insiste en traer a la lengua de Cervantes la obra de uno de los autores de novela gráfica más importantes del presente siglo. Lo hace con respeto y mimo, en una buena edición que solo empaña al original de L’Association su política de añadir en portada el anagrama de su sello editorial. Males menores en un libro exquisito.