El repartidor más viejo de Nueva York en los años cincuenta entró en el edificio donde tenía sus oficinas National Comics Publications Inc. vergonzoso y esquivo. Entregó un paquete en la planta décima y se fue lo más rápido que pudo. Esa noche recibió una llamada telefónica en su casa de Queens, que compartía con su hermano. Llamaba el desabrido Jack Liebowitz, editor de National Comics Publications, que le pidió que fuera a verle a su despacho al día siguiente para darle algo de ayuda.

En el despacho, Liebowitz le abroncó: «¿Qué impresión crees que da ver al dibujante de Superman corriendo de un lado para otro entregando paquetes? Te estás cargando nuestro buen nombre».

El dibujante de Superman, Joe Shuster, devenido el recadero más viejo de Nueva York, estaba en la cuarentena, llevaba gafas gruesas y había creado en 1938 el aspecto culturista, pintoresco e inequívoco del primer superhéroe estadounidense -traje azul con una gran S en el pecho, capa y botas rojas- sobre el que se construyó una industria editorial multimillonaria en ejemplares vendidos y en dólares.

Su amigo, el guionista Jerry Siegel, había imaginado aquel ser superpoderoso superponiendo fantasías de las novelas baratas de ciencia-ficción y varios relatos que no acababan de funcionar. La idea fue un rayo en una noche adolescente de 1933, la que la excitación le llevó al insomnio y por la mañana Superman había amanecido. Superman tardó cinco años en ser editado y recibió muchos rechazos. Un lustro es una vida entera de acontecimientos para dos chicos judíos que compartían proyectos y aspiraciones: Jerry quería ser un escritor popular y Joe un artista gráfico.

El buen nombre que el repartidor se estaba cargando era el de la editorial National Comics y sus dos cabezas, Harry Donenfeld y Jack Liebowitz, puro capitalismo estadounidense. Harry Donenfeld era un judío rumano de unos sesenta años que empezó su vida en los negocios con una imprenta en el Lower East Side. Durante la Ley Seca sus furgonetas de reparto compartieron las publicaciones con el licor contrabandeado desde Canadá y eso le consiguió la amistad de los mafiosos Frank Costello y Waxie Gordon. Cuando el alcohol volvió a la sociedad estadounidense, el negocio editorial estaba en los pulps (las novelas baratas) donde nacieron tantos héroes. Pero Donenfeld, por su tendencia a lucrarse fuera de la ley, escogió la pornografía, lo que casi le lleva a la cárcel. Jack Liebowitz, un judío ucraniano en la puerta de salida de la cincuenta, había trabajado desde niño y a los 24 años se había licenciado en Contabilidad en la Universidad de Nueva York. Su padrastro, un poderoso sindicalista del textil, le orientó a trabajar en estas organizaciones, donde logró un buen puesto hasta que llegó el crack de Wall Street. En ese momento, su padrastro preguntó a Donenfeld si tendría un trabajo para su hijo. Lo tuvo. Liebowitz fue quien orientó la edición hacia los comics-books (tebeos) con material inédito, no recopilado de los diarios, como era hasta entonces.

Donenfeld y Liebowitz fueron los que compraron en 1938 por 130 dólares la primera aventura del personaje Superman para publicar en el número 1 de Action Comics a aquellos imberbes de Cleveland, los que vieron cómo las ventas se doblaban y triplicaban, crearon para él una revista, lo llevaron a la Exposición Universal de Nueva York, a la radio, a las películas, a la televisión... También fueron los que en los 130 dólares por las 13 páginas compraron los derechos del personaje, les quitaron a Siegel y Shuster la autoría única sobre el personaje, les robaron la idea del personaje Superboy y los echaron de la editorial.

Joe Shuster fue el más desvalido de los dos autores, sobre todo porque los problemas de la vista le alejaron de los tableros. El repartidor llevaba 10 años cayendo, desde que fracasó Funnyman, un personaje escrito por Jerry y dibujado por él, primera parodia de los superhéroes. La mujer de la que Joe estaba enamorado se casó con su amigo Jerry, que se defendió mejor escribiendo. Joe había dibujado clandestinamente algún cómic sadomasoquista que estaba entre las lectura de una pandilla de asesinos juveniles que desató la paranoia contra la violencia en los comics-books y pasó miedo a ser citado a declarar.

Joe Shuster salió del despacho de Liebowitz con una pensión, que cobró hasta que él y Siegel interpusieron su segunda demanda contra DC por los derechos de Superman, de los que habían retirado sus nombres en los créditos.

Todo esto, y mucho más, está dramatizado en Joe Shuster. Una historia a la sombra de Superman, una novela gráfica sobre este capítulo triste y definitorio de la historia de los cómics. Es un volumen encantador, firmado por un documentado Julian Voloj, escritor y fotógrafo nacido en Münster (Alemania), hijo de colombianos, que fue director ejecutivo de la Unión Europea de Estudiantes Judíos de 2000 a 2003 y trabajó en la oficina de Nueva York del Comité de Distribución Conjunta de 2007 a 2014 dedicándose a la programación y las relaciones internacionales. Amante del cómic y del hip hop, vive en Nueva York y trabaja centrado en la identidad judía. Los dibujos, que reconstruyen en tonos apastelados los Estados Unidos de los años 30, 40 y 50 con referencias a Edward Hopper y guiños a Norman Rockwell, se despliegan en dos estilos diferentes para remarcar el flashback y el tiempo presente y futuro. Son obra del italiano Thomas Campi (Ferrara, Italia, 1975), un pincel errante que vivió 6 años en China y reside en Sydney, Australia.