Todo había empezado ya a precipitarse cuando Zelda Fitzgerald quiso ser Pavlova. Siempre le había gustado bailar, desde su juventud en Montgomery, igual que más tarde en los hoteles de Nueva York, en las casas de campo, las residencias de París y las villas de la Costa Azul. Bailaba sola, cuenta Pietro Citati, toda la noche y durante el día, frente al espejo, en el baño, después de cenar, mientras hablaba consigo misma, con su marido o un amigo. El baile acabó siendo una obsesión para ella que se desencadenó en el verano de 1927. Tenía 27 años, demasiado tarde, había perdido agilidad y flexibilidad. Nunca dejaría de reprochárselo.

Diez años antes la gran figura de los ballets rusos, Nijinsky, que remontaba con su vuelo de pájaro esteta La consagración de la primavera, había perdido el juicio, según Citati, víctima posiblemente de la misma enfermedad que no tardaría en minar la salud mental de Zelda. De hecho, su terrible esquizofrenia salió a la luz mientas se creía una sacerdotisa de la danza, detrás de aquellos movimientos gráciles y ligeros. Se atormentó, y llegó a creer que el imán que la atraía hacia su profesora, madame Yegórova, la famosa bailarina del ballet Diáguilev, era fruto de una pasión lésbica.

El baile era un delirio que terminó poseyéndola. Scott había dejado de comprenderla, las relaciones empezaban a ser el fruto de laconsecuencia de virulentos reproches debidos a la furia del alcohol. Llegó a decir de ella: «Eres una escritora y una bailarina de cuarta categoría€». Y ella le contestaba acusándolo de falta de virilidad masculina que él intentaba contrarrestar acostándose con prostitutas.

Los Fitzgerald fueron los protagonistas perfectos del único libro que no escribieron, o que no escribieron en su totalidad, una historia atormentada de despilfarro, reciprocidad injusta, cartas de amor llenas de palabras dulces hasta la enfermedad de Zelda, que destruyó sus vidas ya agrietadas y en caída libre hacia la ruina. En La muerte de la mariposa, un precioso libro publicado por Gatopardo Ediciones, Citati nos permite adentrarnos de puntillas en esta trágica historia.

Susurra con su bella prosa como si no quisiera incomodar la memoria, lo hace hasta donde puede inmiscuirse sin decir nada más de lo que es respetuoso de una pareja que murió demasiado joven, sin ser entendida, como muchos de los protagonistas de ficción del propio Fitzgerald: sombras en la cresta de la ola destinadas a desaparecer en el olvido.

Scott y Zelda se convirtieron en un ejemplo de amor y muerte, el paradigma de la unión perfecta que en las artes siempre halló espacio reservado para las almas que amaban a ciegas y no tenían tiempo para detenerse y reflexionar. Igual que si bailaran un vals marcado por la música de una orquesta enloquecida.

Se habían amado, destruido el talento mutuo, no podían separarse, tampoco estar juntos. Como el mismo Fitzgerald escribió, Zelda fue la cosa más dulce de su vida. No se dio por vencido incluso cuando sintió que su talento se escapaba debido a su paso continuo por los hospitales psiquiátricos. Su esquizofrenia fue latente durante una parte muy larga de su vida, la impregnó desde la infancia, pero se escondía y se ocultaba, entre bailes salvajes, lujos y bravuconadas. Hasta el punto que, en ocasiones, su propio sueño no parecía importarle. Era «un ángel con las alas un poco chamuscadas», como la llamaba afectuosamente uno de sus psiquiatras. La muerte de la mariposa es un retrato apasionado y melancólico que devuelve los magníficos Fitzgerald de los años veinte a su merecida inmortalidad. No vivieron como querían vivir, pero su fama perdura gracias a quienes aún leen a Scott y saben apreciar el talento. Él es el mejor ejemplo de insatisfacción que conozco del genio humano. Suave es la noche, como escribe Citati, su obra maestra y una de las mejores novelas del siglo XX.

Su autor, consumido por sus demonios y el vínculo con Zelda que nunca llegó a romper, jamás lo supo, sólo acertaba a comprender el desgaste emocional y físico que le había causado escribirla. En esa novela, sin embargo, está, como Citati interpreta inteligentemente, la fascinación que Scott sintió no poseer a lo largo de su vida. La muerte de la mariposa condensa, precisamente, en unas pocas páginas ese sentimiento