Nos costó lo nuestro agenciarnos dos entradas vip para el concierto, pero al final las conseguimos. El show gordo lo iban a dar el Santana y su banda, pero nuestro objetivo primero era ir y escuchar a Tabletom, que este verano se lo han tomado en plan sabático y se están haciendo de rogar y hasta el próximo quince de septiembre no piensan subirse de nuevo a las tablas, cuando le llegue el turno al festival del Chanquete World de Nerja. De Santana nos gustan el 'Abraxas' y la furia desquiciante de sus dedos sobre el mástil de la guitarra, y nos cansa, nos aburre, ese discurso manido que se trae de la luz que emanamos y la espiritualidad de andar por casa. Mucha concordia y euro solidario obligatorio con la entrada pero a los teloneros ni un vatio de potencia de más para que suenen como se merecen. Eso, los promotores, tendrían que gestionarlo mejor.

Nos acicalamos y nos largamos dando un paseo hasta las faldas del castillo. A las ocho, con el sol ya bajando y ocultándose por los cerros del Águila, nos situamos pegaditos al escenario. Media horita tenemos por delante. Como hay poca gente, le echamos algo de cara y nos acercamos a la zona donde se concentran los seguratas, a ver lo que se puede olisquear. Con mucha naturalidad le preguntamos a uno que si podemos pasar, que la banda, los teloneros, son colegas íntimos nuestros y que venimos a darles los ánimos y las fuerzas de las solemnes ocasiones. Esto, para que dé un óptimo resultado, hay que hacerlo con resolución y mucho mundo, que el tipo vea que tú eres alguien, que vas de frente y que el bronceado que luces es de hamaca y no de obra o de repartidor de mensajería urgente. Y cuela. Que pasemos, que a ver si los vemos, que pa ' dentro.

Así que nos deslizamos con un caminar pausado y llegamos a una zona preciosa, confortable, mullida gracias al césped artificial, con un puñado de camerinos de diseño para los músicos. En el primero, sin llamar, entramos. Con descaro. El bajista de Santana, ensayando. Flipa. Igual piensa que somos los que pagamos el pastel y estamos allí para controlar que nadie se desmadra y se afinan bien los instrumentos. Cerramos y una guiri, una yanqui, una loca, una posesa empieza a gritarnos y acertamos a entender que nos viene a decir que qué milk hacemos allí. Uno maneja su inglés, de los montes, vale, pero es inglés, así que con tranquilidad y pensando lo que vamos a decir le mentimos: amigos de los músicos, articulamos muy lentamente, de la banda before, no de la de Santana, sino de los de before. La tía se tranquiliza pero nos echa y al final una limpiadora del pueblo, con las que a lo mejor de pequeños hemos jugado al sota, caballo y rey en la misma calle, nos dice que a los teloneros los tienen en una carpilla en un lateral, detrás, behind. Y de pronto, de lejos, con una gorrilla y unas bermudas, vemos a Pepillo.

Pepillo no nos reconoce porque no nos conoce de nada, pero nos acercamos. Nos atiende, hablamos de amigos comunes, llama a su hermano, nos dicen que al final arrancan media hora tarde y que como mucho les dan una hora. Que seguro que les capan la potencia. Ojú con la santa hermandad de los músicos. Les deseamos lo mejor de la noche y dejamos que se relajen un rato. ¡Quién pudiera escribirles una biografía! Hasta el título lo tenemos pensado: 'Motel Bat', que es su nombre al revés, nada del otro mundo.

Calibramos meternos en la zona del catering y llenar el buche porque arrastramos un hambre canina pero sospechamos que el ansia nos delataría, así que volvemos y en nuestro sitio hay ahora un fanático de Santana. Nos corrige, es un vicioso: lleva dos tatuajes de su ídolo y va vestido como él en los 70. Nos cuenta que va a grabar el concierto porque lo que le gusta es verlo en su casa.

A las nueve salen los Tabletones. Para nosotros, los más grandes aunque le hayan dejado el trocito más pequeño del escenario. Les da para tocar ocho o diez canciones: 'El vampiro', 'Guaja', 'Salvador', 'Luna de mayo', 'Colocando a Lola'... ¡Han tenido que dejar tantos clásicos fuera! Hay algún susto con el sonido pero el batería consigue improvisar. La banda, al menos en la primera fila, suena de escándalo y se les ve disfrutones. Al que vuelven loco es a Pepillo, que apenas cuenta con un chorrillo de potencia para que pueda dar rienda suelta al saxo y la flauta, que son las señas de identidad de la banda. Allí, saltando, nos juntamos un puñado de seguidores. Coreamos sus canciones y gritamos los estribillos. Cuando se cumple la hora, entran de pronto los asistentes de los técnicos de los músicos de mantenimiento y se los quitan de en medio en dos minutos. Casi no se pueden ni despedir. El que se lo toma con más guasa es Salva, que se ríe y saluda al personal. Hasta ha podido dedicarle una copla a unos amigos. Pedimos, gritamos, exigimos que toquen otra y otra y otra, pero las grandes estrellas que viven en las cumbres llevan muy mal eso de que en su reino alguien les haga la más leve sombra.

Todavía nos queda por delante una hora. Ponen música de ambiente acompañada de unas imágenes pacifistas de fondo: un tanque, por ejemplo, copulando con otro y una tira interminable de fotos de Woodstock. Qué cansancio. El público tatarea a Marley, a Joplin y a Hendrix y se pierde en una pieza del Miles Davis más progresivo. Cuando le llega el turno a una de Dylan le digo al vicioso fanático que esa, precisamente, no le salió muy mal al tío, y va y me mira como si le hubiera insultado a su madre. Estuve a punto de recordarle que Santana, en el 84, fue medio telonero de Bob, pero prefiero no calentar al colega. La cerveza, que nos ha costado cuatro euros, sigue en el vaso, calentorra.

A las once, por fin, sale la estrella. Calza unos mocasines de piel de cocodrilo, preciosos, y en la camiseta negra luce una paloma versión espíritu santo. Ofrece un concierto apabullante de ritmo y potencia. Más de dos horas. Tira de los clásicos, que enloquecen al personal. Parece que le inspiran unas varitas de incienso que encienden a sus pies. Engancha una canción con la siguiente y bebe algo de dos vasitos distintos. La banda es impresionante. Contamos ocho, tres de ellos en exclusiva para los cacharros de la percusión. El que más brilla es un músico negro vestido entero de blanco que canta como los ángeles y toca el trombón. El bajista, al que interrumpimos, es blanco pero va de azul y parece un enfermero. La batería es la mujer del líder: se llama Cindy Blackman y ha tocado con grandes del jazz. Santana canta poco y habla algo, sobre todo para lanzar consignas mesiánicas de la paz y la concordia. Los trastes de la guitarra, con la que hace virguerías, están decorados con palomas en los distintos movimientos que le permiten sus alas. En el desarrollo de los temas intercalan pasajes de Coltrane, de los Police y de Marley.

Después de los bises de rigor se despiden, se largan, se abren y nos damos cuenta de que en lo alto de un bafle habían dejado un retrato de Roberto, al carboncillo, que ha presidido el concierto entero, sin inmutarse. Los nombres de Santana y Tabletom ya permanecerán unidos para siempre y a lo mejor estos días un chavalillo curioso de Tijuana se ha bajado de internet los mejores discos de Tabletom, o sea, todos.