Marilyn Pauline Novak, popularmente conocida como Kim Novak, no fue nunca una intérprete dotada de grandes recursos expresivos, ni su paso por Hollywood dejó, pese a su electrizante presencia, la estela dramática que sí dejaron otras estrellas de gran renombre en aquellos momentos como Gene Tierney, Ava Gardner, Dorothy Malone, Jean Simmons, Marilyn Monroe, Susan Hayward, Elizabeth Taylor, Ingrid Bergman, Lee Remick, Donna Reed, Barbara Stanwick, Rita Hayworth, Grace Kelly, Vivien Leigh, Natalie Wood o Anne Bancroft pero, eso sí: personificó como pocas en su época el prototipo de heroína hierática, sensual y turbadora que tanto se prodigó durante la década de los años cincuenta y sesenta en el cine estadounidense.

De ahí que el prodigioso olfato de Alfred Hitchcock, supremo ojeador de estrellas con futuro, detectara en ella a la angustiada y desconcertante protagonista de Vértigo. De entre los muertos ( Vertigo, 1958), aquella misteriosa mujer que invade el corazón atormentado de un James Stewart incapaz de salir del vertiginoso laberinto emocional que le provoca el contacto con la imagen poderosa e invasiva de Madeleine, un bello y enigmático personaje atrapado en las redes de un pasado turbio que logró bordar y que le sirvió, además, para que Hollywood la aupara definitivamente al olimpo de las grandes sex symbols cuando sus más directas rivales, como la Monroe la Hayworth o la Kelly hubieron de invertir muchos más años y esfuerzos para conseguirlo.

Efecto similar tuvo, ocho años después, su divertido y muy inspirado papel como Polly the pistol en la corrosiva y desmelenada comedia de Billy Wilder Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid) y el de la torturada actriz poseída por el espíritu de la estrella a la que interpreta en La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), de Robert Aldrich, cuya compleja composición le valió los más encendidos elogios de la crítica internacional y la confianza de quienes no dudaron en asegurar en su día que todo el mérito de su celebrado doblete interpretativo en Vértigo correspondía exclusivamente a la maestría incuestionable de su director.

Columbia

Sea como fuere, lo cierto es que su suerte -profesionalmente hablando- parecía estar echada tras los intentos de la Columbia de transformarla en una especie de réplica glacial al exuberante erotismo dominante entre los grandes mitos femeninos del momento. Y ése fue precisamente el motor que impulsó su escueta carrera durante sus primeros años, un motor que batutas tan acreditadas como Richard Quine, Alfred Hitchcock, Otto Preminger, Billy Wilder o George Sidney supieron engrasar adecuadamente para que sus irregulares interpretaciones trascendieran más allá del consabido impacto que siempre provocaba su fría pero perturbadora sensualidad en la descreída sociedad norteamericana de la posguerra.

Por eso, sus interpretaciones en películas como Pal Joey (Pal Joey, 1957), de George Sidney; En la mitad de la noche (Middle of the Night, 1959), de Delbert Mann; Un extraño en mi vida (Strangers When We Meet, 1960) y La misteriosa dama de negro (The Notorious Landay, 1962), ambas de Richard Quine, o Servidumbre humana (Of Human Bondage, 1964), del británico Ken Hughes, por citar lo más relevante de su no muy extensa filmografía, destilan un talento insospechado en una actriz cuya iniciación en el oficio de la interpretación fue tan banal como la de esa ingente nómina de eternas aspirantes a estrella que buscan su propio lugar bajo el cálido sol hollywoodiense.

Poseedora de una fría y lánguida belleza, la inolvidable protagonista de las formidables El hombre del brazo de oro (The Man With the Golden Arm, 1955), de Otto Preminger y Picnic (Picnic, 1953), de Joshua Logan -actriz en la que nadie confiaba en sus comienzos como extra durante la década de los años 50- se convirtió en un rutilante star de la mano del genio tiránico de Harry Cohn, un cazatalentos nato, presidente de la Columbia hasta su muerte en 1958, que tuvo la acertada idea de cambiarle su pulcro cabello rubio ceniza por un tono más cercano al color lavanda y transformarla así en una mujer provista de un irresistible y original atractivo.

Esta providencial transformación, en la que intervinieron algunos de los más reputados estilistas y modistos de la época, animó a Richard Quine a incluirla en el reparto de La calle 99 (Pushover, 1954), un thriller coprotagonizado por Dorothy Malone y Fred MacMurray donde la todavía incipiente estrella se ocuparía de un personaje secundario pero dotado, sin embargo, de un enorme poder de seducción. Un año después de su debut, conseguiría, contra todo pronóstico, dada su escasa experiencia profesional, el Globo de Oro a la Mejor actriz debutante, encarnando a la desdichada protagonista de Picnic.

Aunque, en el mejor de los casos, para muchos no fue más que un simple émulo de la Monroe a la que muy pocas veces le brindaron la oportunidad de demostrar abiertamente la verdadera dimensión de su talento, Kim Novak supo siempre guardar distancias con sus personajes e imprimirles, al mismo tiempo, una impotente y sutil sensualidad empleando su más valiosa y carismática virtud: la ambigüedad, cualidad que manejó con discreción, inteligencia y destreza a lo largo de toda su trayectoria a pesar de la tendencia de los productores a encasillarla en roles que si bien se ajustaban como un guante a sus espléndidos atributos anatómicos y a su inconfundible mirada felina le impedía, no obstante, desarrollar otros aspectos de su personalidad creativa de cuyas bondades dejó, antes de su voluntario e irrevocable retiro laboral, algunas pruebas lo suficientemente elocuentes como para profetizarle un futuro profesional mucho más luminoso que el que realmente tuvo.