Las ciudades son como los zapatos, hasta que no llevas un buen tiempo con ellos, hasta que no los has metido en el barro y no has visto si te hacen rozadura o si resbalan cuando pisan mármol travertino, no sabes si te encajan bien o sirven solo para un fin de semana, para una fiesta corta. Por eso, cuando hace ya varios meses me pidieron que escribiera sobre mis impresiones en El Cairo, un poco a lo Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí o quizá lo hacían pensando en Lorca y su Poeta en Nueva York, no acababa de decidirme. Acepté, pero he tardado meses en saber qué contar. Algo tenía claro: no voy a hablar de las Pirámides que veo desde casa, a lo lejos, como el edificio de las Tres Torres que oteaba desde la terraza de mi casa familiar en Torremolinos. Tampoco del Nilo, cuya Corniche me recuerda a veces a la Carihuela porque la mente tiende a comparar lo que se empieza a convertir en cotidiano con lo que lo fue algún día. Ni de Maadi, que me hace pensar que estoy en El Limonar o del Downtown, que es el nuevo Malasaña… bueno, del Downtown sí voy a hablar.

Pero lo que ahora puedo contar es otra cosa, tiene más que ver con las impresiones, con lo que he descubierto aquí, que solo se puede conocer y sentir después de ser ya un residente, un local y de, claro, vivir en Egipto. Después de un año y pico de despertarme con los rugidos de los leones del Zoo de Giza, que son mis vecinos (y esto no es una metáfora, vivo puerta con puerta con los leones de este Zoo), y después de un año y medio de dirigir los Cervantes de El Cairo y Alejandría, que es la razón por la que vivo en Egipto, puedo ir más allá de la primera impresión, que cuenta, pero no es la única que cuenta y menos en una cuidad como esta.

Hay impactos de cuando llegué que siguen intactos. El Cairo es una ciudad que parece sacada de una novela de Ballard o de un cuento de K. Dick. De una distopía con destellos mágicos, en la que hay siempre algo de extrañeza, de no lugar. Mi antecesor en el puesto, Eduardo Calvo, me dio algunos consejos magníficos. Uno de ellos fue: «Encuentra una casa donde estés a gusto». Y lo cierto es que las inclemencias del tiempo durante una buena parte del año, entre otros asuntos, hacen que pases poco tiempo en la calle, así que uno, especialmente al principio, siente una sensación de vivir en una cápsula. Es algo agradable, no es asfixiante, al contrario. Hay días que al meter la llave en la cerradura te dan ganas de gritar «Casaaaa» como cuando jugábamos de pequeños a policías y ladrones y nadie te podía ya pillar. Desde donde escribo, tengo a los leones que me despiertan, el canto a la oración que me recuerda la hora que es, las campanas de una iglesia copta que también me hace tener muy presente el paso del tiempo, los barcos discoteca del Nilo y la vista de una casa unas plantas más debajo de la mía, con una terraza con suelo de damero con la que fantaseo e invento qué ocurre en ella. Hoy, repasando cosas escritas de hace un año, he encontrado un texto que explica esa sensación de cierto peligro, de indefensión y de extrañeza que creo que siempre he sentido cuando me he cambiado de ciudad, lo cual ha sido muchas veces en mi vida. Este es el microrelato y esto es lo que aún hoy muchos días siento cuando miro hacia abajo e intuyo la sombra del vecino.

«Veo la terraza del vecino. Detrás de la luz tiene un sofá en el que en noches como esta se tumba a leer y bebe zumo de granada. Supongo que es lo que hace todas las noches como esta, en las que hace algo de fresco y no hay que madrugar. Solo le he visto hacerlo un día, el único en estos dos meses que, en un descuido, quitó la celosía que nos tapa esa vista de su sofá y de él al vecino del séptimo y a mí (que vivo en el octavo). Yo le veo desde el rincón que he montado en una esquina del salón, con una cama turca. El hueco de casa que uso para mirar, usar el ordenador y leer. También me he aficionado al zumo de granada. La celosía me tranquiliza. Imagino que está allí y que si vinieran a atracarme, asesinarme o abducirme, el vecino, siempre ahí, oiría mis gritos y me podría salvar. Si el ascensor ese día funciona».

Al vecino sigo sin conocerle, de hecho, según me dice Alaa, el portero, es una vecina, una señora sueca que vive sola. Pero a la ciudad ya la conozco mejor. Los que vienen a visitarme me dicen que cómo es posible que ya esté al tanto de lo más recóndito del Cairo. Que haya entablado relación con William Wells (el director del Townhouse, uno de los centros culturales más interesantes de la ciudad y podríamos decir que de Oriente Medio) o que cuando llegué me diera cuenta de que el downtown empezaba a ser una zona en auge y apostara por recuperar nuestra antigua sede en el Pasaje Kodak de Adly, que ahora, 14 meses después, se ha convertido en la calle más moderna de El Cairo donde se mueve todo el arte emergente. Yo siempre digo que tengo un radar especial para ello: para llegar a una cuidad y saber dónde está lo interesante y quién merece la pena. Tiene que ver con haber crecido en Torremolinos. Los hijos de Torremolinos poseemos un don especial que tiene que ver con nuestra falta de prejuicios. Si hemos sobrevivido al Pasaje Begoña, al Noche y Día y a la plaza del Congreso y le hemos visto su digamos… encanto, podemos intuir que hay joyas extrañas en un entorno en el que nadie daría un duro por él. Vamos un paso por delante de la gentrificación. Así que ese proyecto de hacer un centro de creación artística emergente en nuestra antigua sede del Cervantes, que llevaba cerrada varios años, empieza a tener forma y hemos empezado ya a invitar a artistas a que trabajen allí, con todo el material que conservamos intacto desde los años 50, para que hagan trabajos de vídeoarte, cómics o poesía. De momento, hemos tenido a la cineasta malagueña Regina Álvarez y al dibujante de cómic Álvaro Ortiz. Pero para el año que viene continuará este programa de residencias artísticas en esa zona que era -y volvemos a los paralelismos- como el Soho de Málaga o como la calle Desengaño de Madrid. Allí está ya el Cervantes y ahora nos sigue la estela el Instituto Francés y el Centro Cultural Danés.

Pero conocer una ciudad es, básicamente, hacerse amigo de la gente de esa ciudad. Por eso el trabajo del Cervantes es tan interesante. Yo ya había vivido en otros países, básicamente como periodista, pero la ventaja de la gestión cultural de una institución como esta es que te empuja a ir más allá y no sólo implicarte en la ciudad donde estás y ayudar a que una zona olvidada tome vida, sino conectar talentos. Hace unos días inauguramos un ciclo que vamos a desarrollar el año que viene y la protagonista egipcia es una chica muy joven con una potencia poética increíble, no tiene nada publicado (en Egipto no hay mucho espacio para la edición de poetas desconocidos). Su nombre es Asmaa Gamal. Con ella iniciamos el juego de Cartas de un joven poeta. La propuesta era y va a ser conectar a un poeta español y uno egipcio. El medio: las cartas. Se intercambian, para empezar, una misiva contando su proceso creativo y se envían cinco poemas, luego se contestan hablando sobre qué opinan de sus respectivas obras y a partir de ahí, lo que quieran. El resultado lo vemos en un encuentro que hacen en nuestro Cervantes y luego se recopilarán las cartas en un libro y con una exposición. La pareja de baile de Asmaa fue Esteban González y el resultado fue emocionante y fructífero. Asmaa va a publicar su primer libro ya y Esteban va a verse traducido al árabe. Igual que Julia Navarro, que presentó en el Cervantes de Alejandría, en primicia, su nueva novela Tú no matarás y a la que están traduciendo como trabajo de fin de carrera las alumnas de la Universidad de Aim Shams.

Vista

Precisamente ese viaje de Julia Navarro me hizo ver que realmente empiezo a tener la vista del egipcio. Me anticipaba a las sorpresas que podían tener, como ir camino a Alejandría y entre los bloques de viviendas ver, de repente, las Pirámides y oír cómo los neófitos hacían la pregunta de «¿pero esas son las pirámides, las famosas?» o, yendo a lo cotidiano, a las preocupaciones del aquí y el ahora: hoy, en plena organización del Celeom, el I Congreso de Español como Lengua Extranjera de Oriente Medio, tomar medidas por si hay hamsim (tormenta de arena y viento), que es como el terral malagueño. Y es que como lo haya no podremos usar la carpa que vamos a poner en el jardín del Cervantes del Cairo y a ver dónde metemos a los 36 ponentes de 13 países y a los más de 250 asistentes matriculados.

Al final todo se reduce a por dónde sopla el viento y a que los zapatos no hagan demasiado daño.

*Silvia Grijalba es directora del Instituto Cervantes en El Cairo y Alejandría