Andrei Tarkovski (1932-1986), quizá el director ruso más venerado de la historia del cine, murió en exilio, en París. La poesía es para él una condición indispensable para afrontar el auténtico cine; y sus siete films -como Andrei Rublev, Solaris, Stalker...- ejemplifican esa concepción.

El volumen que reseñamos recoge los apuntes que el cineasta utilizó en sus clases especialización para postlicenciados, que impartió entre 1967 y 1981 en la Goskino (Comisión Cinematográfica del Estado Soviético); apuntes que revisó concienzudamente para darle formato de libro. Consta de cinco textos: Un encuentro con el tiempo», La imagen de la vida, Los guionistas no existen, La película y el secreto y Desmontar el montaje.

El primer de ellos es el ensayo más extenso, y fundamentador de su poética.

Acerca del extravío por el que transita el cine mayoritario, observa: «Tras La llegada de un tren a la estación de Ciotat de los hermanos Lumière, pronto el cine renunció a aplicar la potencialidad más valiosa: su capacidad para fijar la realidad del tiempo».

Utiliza dos símiles -música y escultura- para caracterizar la naturaleza del cinematógrafo:

«De entre todas las formas de arte relativamente cercanas al cine, la que se halla más próxima a éste es la música, es decir, aquella en la que el tiempo es la cuestión principal (...) Pero la peculiaridad del cine consiste en atrapar el tiempo en su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea cada día y cada hora».

«...De la misma manera que un escultor toma un bloque de mármol y, presintiendo los contornos de su obra futura, comienza a desechar lo superfluo, así también el cineasta, tomando un bloque de tiempo, que abarca el enorme e indiferenciado conjunto de los hechos de la vida, empieza a tallar y a desechar todo lo inservible, conservando sólo lo que serán los elementos imprescindibles de la imagen cinematográfica».

Sencillez

Desde su propia práctica artística, propone «tender a la sencillez, que significa tender a la profundidad de la representación de la vida. Por esto, en el ámbito creativo es lo más arduo; encontrar la forma más sencilla, es decir, la más adecuada a la verdad que buscamos (...) Alcanzar la sencillez supone la máxima extenuación».

En el contexto del estado soviético en los años 70, la siguiente aseveración resultaba provocadora y veraz: «El artista siempre es un desastre natural para el Estado. El arte hace que la sociedad se desarrolle más deprisa de cuanto ésta desea».

A propósito de su obra maestra Andrei Rublev (quien fue algo así como el Giotto de la pintura bizantina) efectúa esta hermosa consideración: «Antaño el pintor de iconos observaba el ayuno, iba a misa, rezaba y solo después de haberse purificado espiritualmente, empezaba. Además, como se sabe, la observación de los cañones era rigurosísima. A pesar de esto, Rublev realiza La Trinidad como si fuese la primera vez que alguien pinta».

Otra idea lo aproxima a la obra de Antonioni: «el auténtico cine comienza justo en el momento en que no ocurre nada cuando no hay sentido último de una secuencia, sino que es material de la vida en cuanto tal».

Sus opiniones sobre cómo debe ser la dirección de actores (no comunicarles nada) y la naturaleza del guion (prácticamente prescindir de él), alteraron considerablemente los nervios de los profesionales de la industria soviética.

Fragmentos

Glosa fragmentos de filmes de autores que admira, como Bergman, Fellini, pero sobre todo Robert Bresson.

«A lo largo de la historia del cine, quizá Robert Bresson sea el único en haber conseguido una correspondencia plena entre su práctica artística y la teoría establecida por él mismo con anterioridad al rodaje de sus películas». (...) «Bresson es una suerte de asceta perfecto, casi inverosímil. Su cine se presenta como una ausencia de forma frente a la verdad de la vida, y esto, paradójicamente, se transforma en forma absoluta, en puro cine, donde nada se parece a la vida, pero donde, por otra parte, todo se transforma enseguida en absoluta verosimilitud».

Andrei Tarkovsky es la contrafigura de Sergei Eisenstein.

Eisentein es protofundador del videoclip y del cine de propaganda, es decir, manipulador tendencioso de las emociones del espectador. Con el tiempo, su obra se momifica, resulta cada vez más siniestra y artificiosa.

Eisenstein instaura el cine soviético; Tarkovski en cierto modo lo clausura.

Tarkovski tiene un concepto casi eucarístico del cine, como forma que convoca la epifanía de lo sagrado, y que puede sustanciarse en una imagen sencilla, modesta, inadvertida casi.

Errata naturae (delicioso nombre para una editorial exquisita) incluye en la página de la fecha de impresión, el siguiente texto: «Este libro se terminó de imprimir cuando se cumplen treinta años de la muerte de Andrei Tarkovski y bastantes más después de aquella noche en la que, durante una sesión de espiritismo en la dacha familiar, el cineasta entró en comunicación con el recientemente fallecido Boris Pasternak, al que admiraba profundamente, y quien le dijo: Realizarás siete películas». Como así fue.