El videoensayista surcoreano Kogonada trazó una línea de puntos discontinuos en el aire y yuxtapuso una serie de planos de las películas más emblemáticas de Wes Anderson, uno de los referentes del cine indie estadounidense, que revela en apenas dos minutos de montaje la simetría de un conjunto de composiciones que gravita sobre un mismo eje concéntrico, como si la vocación ilusoria del orden pudiera reglar únicamente los universos mágicos.

Esta rúbrica del cineasta de Texas, ejecutada con un rigor casi quirúrgico, vertebra un imaginario de fábulas y aventuras nacidas del sueño de armonizar un mundo propio donde los azares y senderos regresan siempre a un equilibrio. Esta exégesis de su universo cinematográfico presupone que el ejercicio de estilo de Wes Anderson se fundamenta en la construcción nostálgica de los mundos que, en el fondo, anhela habitar y que, entre los viajes submarinos del Belafonte y los campamentos de verano de Fort Líbano, ha hilado el imaginario al que siempre queremos regresar. Y como si cada película constituyera una nueva puerta al nirvana de ensoñaciones wesandersianas, la ilustradora gallega Nuria Díaz reagrupa sus distintas estancias en el libro El Gran Hotel de Wes Anderson (editorial Lunwerg, 2018), que parafrasea el título de El Gran Hotel Budapest (2014), una de sus más entrañables peripecias fílmicas.

Este volumen ilustrado, que rebasa las 200 páginas, invita al lector a circular por las arterias creativas del artífice de Life Aquatic (2004), Viaje a Darjeeling (2007) o Moonrise Kingdom (2012), como quien se aloja en el complejo milanés de Prada para beberse todos los matices de su Bar Luce.

Y es que el itinerario de Nuria Díaz comienza a leerse por la recepción, que da la bienvenida a los huéspedes del libro con una reseña biográfica que desglosa desde los datos de carné a curiosidades como sus primeras películas mudas, filmadas con la cámara de Super-8 de su padre. Al franquear este recibidor, las páginas de El Gran Hotel de Wes Anderson, arropadas con ilustraciones en cada una de sus páginas -lo que se traduce en más de 200 dibujos- desgranan los códigos y obsesiones del realizador del traje de pana, con recreaciones de los personajes y las secuencias más memorables de sus películas, que incluyen todos sus largometrajes realizados hasta la fecha y que, junto a las ya mencionadas, completan Bottle Rocket (Ladrón que roba a ladrón, 1996), Academia Rushmore (1998), Los Tenenbaums. Una familia de genios (2001), Fantástico Sr. Fox (2009) e Isla de perros (2018).

El resultado es un recorrido muy visual a la imaginería preciosista, kitsch y naíf de Wes Anderson, trufado de lecturas ágiles y ligeras sobre los rasgos de sus personajes, sus referentes temáticos y sus influencias artísticas. Aunque ya se han acometido tributos editoriales anteriores, encabezados por The Wes Anderson Collection (Abrams Books), conocido como El libro gordo de Wes Anderson, escrito y editado por Matt Zoller Seitz, en el que recopila una ingente cantidad de material inédito y conversa con el cineasta, el proyecto artístico de Nuria Díaz constituye una joya para coleccionistas que brinda incursiones excepcionales a los múltiples paisajes tangibles de su cine.

Precisamente, la ilustradora aclara que el volumen no se fraguó con vocación de elaborar un ensayo cinematográfico, sino de compendiar los paisajes, rostros y objetos de sus películas en un único lugar y empaquetarlo como un courtesan au chocolat de Mendl's. En esta línea, Díaz reveló recientemente en la revista digital Yorokobu que diseñó la arquitectura del libro como si fuera un hotel porque «en las películas de Anderson todo está dentro de otro elemento, así que tenía mucha lógica crear un lugar donde estuvieran todas sus cosas».

Así, las ilustraciones de Nuria Díaz despliegan la maravillosa utilería analógica y vintage que reviste los decorados del microcosmos de Wes Anderson, que integran objetos anacrónicos como gramófonos, magnetófonos, transistores, polaroids, prismáticos, máquinas laminadoras o de escribir, juegos de mesa, discos de vinilo, tiendas de campaña, sidecares, faros, brújulas, cartas manuscritas o navajas, que, más que componentes del atrezzo, se articulan como un personaje más del conjunto.

En este sentido, quizás los objetos constituyan, en realidad, trasuntos de las circunstancias de los personajes, en cuanto a que los mapas simbolizan la búsqueda identitaria de Sam y Suzy en Moonrise Kingdom, como la expedición vital de Steve Zissou bajo el agua en Life Aquatic o la rebelión perruna contra una dictadura orwelliana en los vertederos de la sociedad, en la reciente y maravillosa Isla de Perros. Pero estas evocaciones materiales del pasado apuntalan, sobre todo, el firmamento nostálgico en el que acontecen las historias de Anderson y que, como quien pinta con pincel paredes de una casa de muñecas retropop, el de Texas tiñe de paletas cromáticas apasteladas, cálidas y terrosas, que distinguen a primera vista el hábitat melancólico y, a un tiempo, romántico, de sus fábulas.

Por su parte, los cajones de El Gran Hotel de Wes Anderson custodian este catálogo de reminiscencias de los años 60 o 70 que, como en sus películas, salpican el gran angular de las páginas, como guiños de añoranza contra el olvido concentrados en una caja de música donde cada elemento afina una nota distinta. Esta mirada esteta y clásica se proyecta en cada detalle de una puesta en escena balanceada, medida al milímetro, desde el diseño de vestuario, plagado de uniformes, pieles, sombreros y cintas de pelo, hasta un cuidado hilo musical que destila hits de Françoise Hardy, Elliott Smith, Nico, Beach Boys o David Bowie. Esta multidisciplinariedad en el sello visual de Anderson le ha conferido un halo de influencia en distintos territorios como la moda, el diseño o el arte, como refleja su estreno como comisario artístico de una muestra de momias de musarañas, óleos, miniaturas y sombreros austrohúngaros en el Museo de Historia del Arte de Viena, junto a su pareja, la diseñadora y escritora Juman Malouf.

Sin embargo, los personajes de Wes Anderson, encarnados por una nómina muy fiel de grandes actores y actrices, que el volumen de Nuria Díaz desglosa con sus rasgos principales y peculiaridades más sutiles, se asemejan a la realidad antes de la poda feroz que la adultez inflige sobre nuestra capacidad de asombro y de inocencia. Los niños juegan a ser adultos y estos últimos se enredan en los vestigios de la infancia, pero esta adorable comitiva de antihéroes neuróticos y excéntricos, ramificaciones de árboles de familias disfuncionales y conflictos poliamorosos bajo la alfombra, conquistan siempre el corazón, precisamente, por esa ingenuidad e ironía con la que huyen de sí mismos en trenes de vapor, furgonetas desvencijadas, bicicletas, submarinos, moto con sidecars o cabinas de teleféricos.

Cada personaje se enfrenta a su propia crisis, que propulsa las hazañas más surrealistas en los equipos más heterogéneos y que, en el transcurso de la trama, revive nuestro paraíso perdido si, como los niños de Moonrise Kingdom, nos disfrazamos de pájaros y jugamos a volar. Con todo, Nuria Díaz revela en El Gran Hotel de Wes Anderson que la vocación del cineasta residía, en realidad, en la literatura. «Estudió filosofía porque creía que sería una materia que le llegaría a gustar, pero, en realidad, le sirvió como excusa para poder seguir escribiendo sus cuentos e historias», apunta la ilustradora, quien refleja esta realidad en una imagen del pequeño Wes reclinado sobre una máquina de escribir.

Y es que la épica de Wes Anderson aloja una honda impronta literaria, no sólo por su adaptación de la novela de Roald Dahl en el filme animado Fantástico Sr. Fox o su inspiración en las novelas de Stefan Zweig en El Gran Hotel Budapest, o por la presencia continua de libros y revistas en sus tramas, sino porque sus películas se leen como una novela de aventuras, organizadas por capítulos, a la que los planes cenitales, la cámara lenta y la geometría compositiva confieren una voz narrativa de naturaleza novelesca. Por esta razón, esta aventura ilustrada rinde un homenaje exquisito al fabuloso mundo de Wes Anderson, como un pasaporte de entrada al reinado de la imaginación que nunca debimos abandonar o que, al menos, deberíamos mantener vivo en nuestro interior, tal como refirió el entrañable Zero sobre Gustave H. en El Gran Hotel Budapest: «Para serle franco, creo que su mundo había desaparecido mucho antes de que él llegara. Pero, ciertamente, sostuvo la ilusión con una gracia sorprendente».