A lo mejor la memoria nos falla. Quizás todo ocurrió en un mes de noviembre del año 98, a la salida de una charla que impartió don Miguel Romero en la Facultad de Psicología. Allí se organizaban unas jornadas sobre Valle Inclán, cosas a las que nos apuntábamos por entonces para ir cogiendo puntos y engordar el patético currículum. A la salida, nos acercamos hasta él para que nos dedicara el Pizzicato irrisorio y la gran pavana de lechuzos. A cambio nos pidió que, si íbamos para el centro, lo acercáramos. Cuando le confesamos que lo nuestro era el transporte público, dejó escapar ese suspiro que forma parte del diccionario romeriano, ¡ojú!, como queriendo decir que había vuelto a dar con un grupo de pobretones de los que no se podría sacar absolutamente nada.

Pero se bajó con nosotros caminando hasta la parada del Hospital Clínico. ¿Una hora? ¿Hora y media?, el tiempo que tardamos en completar el recorrido fue enorme, carnavalesco. A cada instante se paraba, nos cogía del brazo, nos miraba a la cara e interpretaba distintos papeles. Nos contó, esa tarde, las anécdotas más divertidas y desternillantes: el periplo de un libro con las fotos de las partes nobles de Fernando Arrabal, las complejas operaciones que se hacían en su departamento para la adquisición de fondos, las anécdotas de la mili en el norte de España y la primera vez, y según él, la última, que fue a ver una ópera de Wagner, en Madrid. Resulta muy difícil trasladar la gracias, el genio de don Miguel, la ironía, a la letra impresa. Siempre se ha resaltado lo excelente autor de teatro que era pero, a nosotros, lo que siempre nos maravilló fue su capacidad de transformación; llevaba dentro un actor en el amplísimo sentido de la palabra: declamaba, abría espectrales silencios, jugaba con la luz de su salón, improvisaba, gritaba, susurraba, interrogaba: te hacía vibrar.

Al llegar a la parada se pilló un taxi para él solito y se despidió, anotándonos antes su dirección y teléfono: que fuéramos rápido a verlo. Entonces, en aquella época, era difícil hacerse con los textos teatrales de don Miguel. Empezamos a leerlo con fruición soñando con dedicarle nuestra tesis, pero con nosotros siempre quiso separar muy bien la figura de escritor maldito y censurado de la del jubilado de barrio. Se le veía molesto cuando le interrogábamos sobre alguna de sus tragedias o grotescomaquias, él andaba metido de lleno en su etapa de ensayista, que lo tenía realmente loco y absorbido, y era capaz de tirarse una tarde entera divagando sobre el origen de un bosque de piedras en Portugal o sobre los topónimos euskeras que salpican la geografía española: Carratraca. Cuando lo pasábamos realmente en grande era con el don Miguel ocurrente y cachondo. A su casa fuimos cien o doscientas veces. A nosotros, que éramos cuatro, nos tenía por un grupo de amigos cabales y cuerdos y sensatos y nos suponía niños bien de familias burguesas y adineradas que encontraban en la literatura un simple pasatiempo. De todo sabía y nos enseñó de todo. Nos desvampirizó el alma, nos regó el espíritu.

A su casa íbamos por la tarde, bien porque estuviéramos algo aburridos, bien porque nos llamara para que nos pasáramos a tomar un café insólito. Lo más espectacular era que no encendía las luces de la salita y en la penumbra, y luego oscuridad, avanzaba la conversación por los caminos más insospechados. Lo mismo discurría sobre el enorme pene de la ballena que le daba por rememorar los primeros días de la guerra. Entonces se le humedecían los ojos. Nos confesó que no había vuelto a escuchar flamenco porque sus hermanos mozos lo cantaban a pleno pulmón mientras se afeitaban, y esa sensación de pérdida no podía soportarla. Con frecuencia nos largábamos a los montes de Málaga a comer en alguna venta el taco de lomo con patatas y pimientos o a los chiringuitos de los boquerones y las sardinas. Lo solíamos invitar, sin aspavientos; a cambio, nos iba largando las obras que de manera dispersa se iban publicando sobre él y nos daba, para que nunca le devolviéramos, libros y discos de autores desconocidos. Tenía su lista de librerías preferidas y, a veces, se escapaba a Madrid para curiosear y traerse diccionarios, ensayos, libros de viaje en inglés y francés. Nos dejaba, entonces, la llave de su casa con serias instrucciones sobre su cuidado y custodia, él, el mismo que se tiró años y años sin echar el cerrojo y dando un simple portazo.

Alguna vez nos preparó la cena, una ensalada malagueña con tortilla de patatas y salmonetes fritos. Le encantaba el escabeche y buscar mandarinas amargas. Por la casa vagaba un gato, Pirri, que se movía en un caos de miles de libros, cientos de periódicos, colecciones de discos y cartas sin abrir. Era consciente de que era un escritor único e irrepetible y que todo lo había conseguido con la tenacidad del trabajo de una hormiguita. Huía de las genialidades. Llevó a la literatura, al igual que Joyce, a las mismas puertas del abismo, para que nadie la comprendiera, en un insulto claro a la merdellonería imperante en la sociedad. Don Miguel vivió toda su vida, salvo los años madrileños, en el callejón de Santa Catalina, en lo que había sido el café cantante de la Trini. Seguro que, a lo largo de su vida, tuvo que ser un tipo difícil y huraño, solitario e independiente, imprevisible; nosotros, a fin de cuentas, ya lo conocimos mayor y de vuelta de todo, de los sinsabores y las traiciones. Ya de jubilado le gustaba dar paseos al arrimo de la playa y recordar y cerrar los ojos. Tenía épocas en las que fumaba sin parar. No sabemos si su obra inédita es mayor que su obra editada, que ya es amplia, y que adquirió hace un tiempo la Biblioteca Nacional en forma de noventa y cinco carpetas. Los últimos años que escribió los dedicó con delirio a los ensayos en los que repartía bofetadas a todos los catedráticos instalados en sus despachos acondicionados y que trabajan sobre lugares comunes, sin arriesgar. Muy mal hizo la universidad malagueña, que es capaz de premiar a cualquier mediocre, en no nombrarlo doctor honoris causa y muy mal hará al no crear una cátedra que en exclusiva se dedique a estudiar su obra. La última genialidad que se le ocurrió fue convertir su casa en una especie de refugio y hogar para un puñado de muchachos negros de los que llegan en la patera. Don Miguel los tuvo en su casa años, se daban mutua compañía y se peleaban como salvajes. Cuando hacía falta, les mandaba dinero a sus madres nigerianas o senegalesas y los puso de protagonistas en la última obra que escribió, Las naranjas de la tropa. A uno de ellos, Abu, se lo llevó para que lo acompañara en la recepción del Premio Nacional de Literatura Dramática que le dieron en 2008. Para tan grande ocasión se gastó mil doscientos euros en un traje de alpaca y la entonces princesa Letizia dicen que tardó un poco en acostumbrarse a la presencia de ese ser tan extraño y fuera de lugar. Ya don Miguel ha partido hacia los territorios ignotos y ya descansa en paz. Unos muchachos que lo querían y ahora andan desperdigados por el mundo nunca lo podrán olvidar.

Obra

Quizás la obra de Romero Esteo pueda dividirse en dos grandísimos bloques. El primero, desarrollado durante los años de la Dictadura, la que sería su etapa madrileña, concentra la producción de las grotescomaquias, recogidas por la editorial Fundamentos, en una labor digna de admiración, en diez volúmenes. Cada una de estas obras fue encontrando distintos obstáculos para su difusión. Un ejemplo claro sería Pontifical, escrita entre el 65 y el 66, censurada en el 68, revisionada en el 69, editada de forma clandestina en el 71 y traducida al alemán el mismo año y premiada, por fin, en el 2008. Nunca ha sido representada. El Informe del censor percibe influencias pánicas y brechtiana y aunque es evidente que tiene que ser prohibida reconoce que, textualmente, «la buena calidad literaria obliga a seguirla leyendo con toda atención».

El segundo bloque agrupa las grandes tragedias del ciclo tartesio. Lo conforman siete obras, con la descomunal Tartessos a la cabeza, aunque solo esta y Gárgoris, rey de reyes, han sido publicadas. Ambas, también, fueron premiadas y recibieron todo tipo de elogios. La historia, de alguna manera, se vuelve a repetir: el silencio, la traición y el ostracismo. Tartessos, siguiendo la estela de la versión de diez horas del Mahabharata de Peter Brook, iba a ser uno de los espectáculos que darían un cierre de altura a la Expo sevillana. Estaban liberadas las partidas de dinero, lo dirigiría Miguel Narros, intervendrían quinientas personas y se representaría a lo largo de dos noches. Se pensaba, además, grabar en vídeo. Al final se prefirió programar Azabache, un recorrido por la historia de la copla. Luego vendría el escándalo de la universidad, cuando no se le aceptó que presentara una tesis sobre su propia obra magna. Algunas de las ochenta y cuatro liturgias que integran Tartessos, y que son de enorme complejidad, han llegado a ser representadas.

No podemos olvidar, en un escritor irrefrenable que aporreaba la máquina como un verdadero poseso, sus libros de poemas, los relatos, las novelas, los apuntes biográficos, los artículos periodísticos, los textos teóricos, los ensayos. Queda por delante toda una larga labor que ponga orden y claridad en una obra descomunal, irregular a veces, pero siempre deslumbrante, que fraguó la mente de alguien único e irrepetible. Solsticio, documental estrenado en 2014 por el director Martín Novel, reivindica su figura y la revista El Toro Celeste le dedicó íntegro su número 16 hace un par de años.