¿Cómo un auto cocinado en un juzgado de instrucción de Palma ha terminado obligando al presidente Pedro Sánchez a pronunciarse durante una cumbre europea en Bruselas? La diligencia promovida por el multiimputado Bartolomé Cursach y firmada por el juez Miguel Florit ha provocado un terremoto sin precedentes que ha alcanzado a La Moncloa, al Consejo General del Poder Judicial y a la Fiscalía General del Estado.

El documento forma ya parte de la historia negra del periodismo, un sumidero por el que se han escurrido el derecho a la información y al secreto profesional de dos periodistas por primera vez en democracia.

Sobre Florit recae la tarea de investigar a Bartolomé Cursach, magnate de la noche acusado de dieciséis delitos que incluyen organización criminal, amenazas, coacciones, blanqueo de capitales, tráfico de influencias y falsedad documental; miles de folios componen el gigantesco sumario de la macrocausa. En los nueve meses en los que ha estado al frente de la instrucción, la investigación parece haberse ralentizado, invirtiendo este tiempo en despachar recursos accesorios y, desde esta semana, en violentar la intimidad de dos periodistas.

Los hechos son de sobra conocidos: el juez Florit envió el martes a la policía a la redacción de Europa Press para requisar el teléfono móvil y los ordenadores de Blanca Pou, periodista de la agencia. Ese mismo día confiscó el teléfono de Kiko Mestre, reportero de Diario de Mallorca, y envió a dos agentes a la redacción del periódico para intervenir también su ordenador, aunque desistieron después de que la dirección les comunicara que no entregarían ningún material.

Los dos profesionales entraron en el radar de Cursach, su lugarteniente Bartolomé Sbert y del juez Florit después de publicar una información sobre presuntas irregularidades contables en las empresas del magnate de la noche, que ha logrado algo inédito en democracia: torcer el brazo de un magistrado para identificar a la fuente de una información al precio de pisotear varios derechos fundamentales recogidos en la Constitución.

Quienes se han curtido en la lectura de textos judiciales hablan de una parte dispositiva del auto «tosca, confusa e inconcreta». En su escrito, el juez Florit autorizó a la policía al «estudio de Whatsapps, correo electrónico y otras redes sociales a fin de detectar posibles envíos de datos, filtrados por parte de los investigados, así como la intervención de cualquier documento o archivo relacionado con la investigación del denominado caso Cursach y sus derivados». El instructor daba así carta blanca a la policía para fisgar en la vida privada de dos periodistas, si bien olvidó incluir algo tan elemental como las direcciones de las sedes que debían registrar.

Perfil bajo

Esta salvaje diligencia ha removido los cimientos de la libertad de información y ha provocado un rechazo prácticamente unánime y sin precedentes de la profesión. También una querella criminal conjunta en la que Diario de Mallorca -perteneciente al grupo Prensa Ibérica, editor también de Levante-EMV- y Europa Press acusan al instructor de prevaricación judicial por una actuación «disparatada e insólita».

Florit había mantenido un perfil bajo hasta que se puso al frente de la instrucción en detrimento del juez Manuel Penalva, apartado del caso tras una campaña de desprestigio diseñada por la defensa del empresario multiimputado y que se hizo extensiva al fiscal Miguel Ángel Subirán. Un suceso traumático, pero probable siendo Cursach el presunto líder de una trama corrupta que durante años alcanzó a policías, políticos y empresarios de la isla.

Las concentraciones ante el juzgado de Penalva promovidas por los abogados del empresario a golpe de megáfono y apoyadas por trabajadores de sus discotecas; y las palizas sufridas por los dos principales testigos de cargo contra el empresario han formado parte del paisaje de una instrucción conflictiva, caótica y en buena parte indescifrable.

Es un desafío de envergadura para Florit. El juez que acaba de pisotear los derechos más elementales de dos periodistas, ha encontrado una notoriedad que nunca había buscado. En el pasado llamó la atención por haber necesitado seis años para instruir una acusación de corrupción contra Joaquín Rabasco, exconcejal de la Agrupación Social Independiente (ASI) en Llucmajor. También instruyó el caso del Plan Territorial de Mallorca, causa en la que dejó toda la investigación en manos de la Fiscalía.

Pocas veces había estado bajo los focos, pero esta semana su nombre ha llegado a las más altas instancias del Estado. La diligencia en la que el juez y su principal investigado han puesto patas arriba el derecho a la información de los periodistas ha sido calificada de «escandalosa» por una destacada autoridad de Balears, que pide anonimato. Y ha sacado de su zona de confort a una legión de representantes políticos de dentro y fuera del archipiélago que, excepcionalmente, han sustituido sus lacónicas expresiones de respeto a las decisiones judiciales por una batería de críticas hacia la manera de proceder del instructor.

En cambio, juez y multiiimputado han encontrado el aval de la fiscal general del Estado, María José Segarra, que el miércoles balbuceó una tímida defensa de la actuación de Florit mientras huía de los periodistas que le preguntaban. Por su parte el fiscal jefe de Balears, Bartomeu Barceló, opinó en una memorable intervención en la Cadena Ser que requisar móviles a reporteros «no tiene mayor importancia».

El interés del juez Florit por escudriñar en la intimidad de Mestre y Pou para tratar de identificar a la fuente de una información ha provocado la mayor movilización de periodistas que se recuerda, convencidos de que el instructor ha cruzado una línea roja; sin la red de seguridad que proporciona el secreto profesional, ningún reportero puede garantizar la confidencialidad de sus fuentes. Y eso se traduce en una vulneración del derecho a la información de los ciudadanos.

Hay coincidencia en medios judiciales: Florit calculó mal las consecuencias que iba a provocar su ya tristemente célebre auto. Pero una decisión de tal calibre solo puede entenderse en el contexto de una instrucción que gira en torno a quien durante 40 años ha sido el amo de la noche mallorquina. Quien amasó una fortuna en discotecas, restaurantes y hoteles con la complicidad de políticos y policías, según sospechan los investigadores. Quien pasó un año en prisión preventiva por orden del juez Penalva y, a sus 70 años, se lo juega todo en un proceso del que todavía confía en salir indemne. O casi.

Las defensas de Cursach y de su lugarteniente Sbert guardaron el megáfono una vez lograron defenestrar al juez Penalva para centrarse en desacreditar a los policías que lideraron la investigación contra el magnate. El grupo recogió valiosos datos que forman parte del abultado sumario, pero el instructor les ha ignorado; nunca ha querido reunirse con ellos y la unidad ha acabado dispersándose.

Mala publicidad

Florit está en el epicentro de un terremoto que él mismo ha provocado. Continuará con la instrucción en medio de una grave acusación de prevaricación. Cursach y Sbert seguirán utilizando todos los medios a su alcance para mantenerse a flote, sobre todo si vuelven a encontrar la complicidad del instructor.

Pero quien gobernó la noche mallorquina con mano de hierro durante décadas también ha pagado un precio. Acostumbrado a vivir en la sombra, su nombre ha vuelto a sonar con fuerza en los principales centros mediáticos, políticos y jurídicos del Estado. Una mala publicidad para quien aspiraba a la invisibilidad.