¿Es el diario, o son las memorias, un género literario? Críticos y profesores se han formulado esta pregunta a lo largo de los últimos siglos sin respuesta concluyente; en buena medida, por la habitual intervención de no literatos en los círculos plumíferos -algo que, sabemos, hoy en día se repite especialmente por el abrazo del mercado a la poesía o la novela-. Más luz se ha arrojado, sin embargo, a la muy extendida confusión entre los distintos tipos de acercamientos literarios de carácter introspectivo. Como indicaba Justo Serna para la revista Mercurio en 2010, el autobiógrafo -entendiendo por tal tanto al memorialista como al diarista- es un autor a la manera de Foucault que además, en palabras de Roland Barthes, compone un libro con restos que son verdad y que provocan un efecto de realidad. Por otra parte, queda claro que los diarios no son memorias y viceversa, al no seguir éstas un orden cronológico y ser tradicionalmente ideadas para publicaciones más o menos inmediatas.

Campos Reina, al igual que en el resto de los géneros que aborda, trata el diario con el máximo cuidado. En éste concurre su perfil de narrador -en la necesaria elipsis de una vida novelada-, cuentista -los relatos de la intrahistoria- vate -por el estilo y los poemas que acompaña- e incluso epistológrafo -no sólo dará cuenta de algunas que envía/recibe, por ejemplo a/de J. A. Gabriel y Galán, sino de las de grandes autores europeos como Kafka o Nietzsche-. Al margen de otros textos personales, sus diarios inéditos comienzan en 1989 y terminan en 2001; esto es, arrancan justo tras la aparición de su ópera prima, Santepar, en 1988, «una salida al foro literario de esas que producen asombro, ruido y fundan expectativas» (Domingo Ródenas de Moya, El Maquinista de la Generación). Casi doce años de anotaciones, entreveradas de dolor por la enfermedad, que encierran la poética de su vida y obra y suponen un acercamiento en primera persona al proceso de construcción de la saga de los Maruján, protagonista de sus cinco novelas posteriores -las tres de la Trilogía del Renacimiento y las dos del díptico La cabeza de Orfeo-. A través de las páginas, se suceden los encuentros con personalidades del mundo de las letras, desde escritores -entre otros, Mario Vargas Llosa, Camilo José Cela, J. M. Caballero Bonald, J. A. Muñoz Rojas- y amigos también autores -Arturo Pérez-Reverte, Rafael Ballesteros-, a editores -Pere Gimferrer, Juan Cruz- o su agente, Carmen Balcells. Todo ello, mezclado con la mirada a los grandes movimientos -romanticismo, realismo, naturalismo, modernismo- y el poso de sus continuas lecturas -y ahí se hallan Thomas Mann o Goethe del mismo modo que Machado de Assis y Gil-Albert, así como Kant, Heidegger o Rüdiger Safranski-, combinándose estas entradas literarias del diario con apuntes en los que Campos Reina, lejos de vivir en una torre de marfil, posiciona su obra frente a la escritura más comercial, expresa sus preocupaciones políticas, económicas, sociales o medioambientales, lamenta el tiempo dividido por su doble condición de escritor y padre o rememora numerosas experiencias del pasado.

Pero si me preguntan qué prefiero, les diré que al Juan que recuerda sus hallazgos de volúmenes en distintas librerías, las visitas a cines, museos, jardines o teatros, sus paseos por numerosas ciudades (Madrid y Barcelona junto a Córdoba, Málaga y Sevilla) y los viajes a Venecia, Florencia, Bruselas o Viena. Porque un hijo siempre es un hijo.