El 21 de diciembre de 1989, el fotógrafo Jean Guichard retrató la violenta colisión del Atlántico contra el faro La Jument, emplazado en un fondo rocoso a dos kilómetros de la isla bretona de Ouessant. Al igual que en muchos de sus trabajos anteriores, si el objetivo de Guichard consistía en inmortalizar el temporal que asolaba la región, lo había logrado. Hasta aquí nada nuevo, pues. Pero esta fotografía albergaba un elemento inusual que trascendería su trabajo anterior, y a la postre le permitiría ser finalista del World Press Photo de 1991.

El asombro del espectador se intensifica al distinguir una figura humana en el quicio de la puerta del faro, no se sabe si entrando o saliendo, en el instante del impacto de la ola. De este modo, no solo observamos el temporal. También somos testigos de una narración dramática.

Es imposible saber si Guichard captura el momento previo a un ahogamiento o a una salvación: la fotografía nos deja en ascuas. La imagen revela pero no desvela. Conjuga a la perfección los ingredientes fundamentales de la creación artística: concertar una emoción, instalar una reflexión y alumbrar un planteamiento estético.

Lo emotivo se alimenta de la identificación con el otro, lo estético dialoga con la agresividad del océano, y la reflexión queda aferrada a la representación del faro. Una edificación que desprende un valor poético entre lo cotidiano y lo desconocido, donde se naturaliza una realidad que transitamos y nos pertenece, pero que nos destella y nos produce extrañeza. En cierto modo, la fotografía retoma las ideas de Robert Frank: las imágenes tienen que ser como los versos, deben poder leerse dos veces.

Como en el inicio de algunas obras memorables -pongamos La Marsellesa compuesta por Rouget de Lisle en una noche, o el himno funky Le Freak, creado por el grupo Chic en menos de una hora cuando les impidieron entrar en una discoteca-, resulta desconcertante lo ordinario de la creación de esta fotografía. Los testimonios de Guichard y del farero, Theophile Malgorn, nos sitúan en una escena absolutamente antipoética. Una situación que emerge de una cadena de casualidades, mezcla de despiste y de temeridad, que bien podría haber acabado en tragedia.

La historia es simple, en medio del violento temporal que se cernía sobre la región, Malgorn solicitó la evacuación a los equipos de salvamento. Durante aquella espera, escuchó el ruido de un helicóptero y salió fuera para facilitar su rescate. Una imprudencia que pudo ser fatal. El helicóptero pertenecía al equipo de Guichard, que había aprovechado el temporal para sobrevolar la zona y capturar diferentes tomas de La Jument.

Visto así, la imagen del farero en el preciso instante en el que una ola se encarama detrás de él, responde a una necesidad de salvación no calculada, a una confusión impregnada de imprudencia. De no ser por la destreza con la que logra ponerse a resguardo, la ola habría acabado por engullirlo y la fotografía sería el trasunto de un epitafio. La instantánea conjuga el azar como despiste y como pericia. No podemos olvidar que en 1989 no existían los recursos de la fotografía digital, y el acierto o la puntería del fotógrafo refleja una técnica más precaria, donde el instante es irreversible. La captura está condicionada por el carrete.

No existirá la posibilidad de hacer grandes tiradas para luego realizar la selección en una tarjeta de memoria casi infinita. Guichard inmortaliza lo irrepetible.

Ciertamente, el peligro latente al que se ve abocado el personaje no es lo único que nos hipnotiza. La desmesura de la ola nos envuelve. La hecatombe de agua nos seduce porque nos aterra y nos produce vértigo. La energía que desprende como dialéctica ante el estatismo que representa el faro, cuya quietud rebosa movimiento e intensidad, provoca que nuestro desequilibrio se expanda.

Mientras el farero queda a la expectativa de este envolvimien- to por la espalda, compartimos su miedo. Como en las películas de terror, cuando intuimos el peligro escondido, nos gustaría advertirle para que huyera. Se muestra así una relación perfecta entre el espectador, la violencia y el sosiego, entre la esperanza y la pérdida. Es encierro y huida a partes iguales. Asimismo, la fotografía reclama su incorporación a la tradición artística relacionada con el oleaje.

Actualiza el contenido poético de los innumerables intertextos visuales que la rodean. Las resonancias universales a La ola de Hokusai, El faro de Bell Rock de Turner o, por qué no, La noche (Poema Atlántico) de Néstor Martín-Fernández de la Torre, hacen que adquiera mayor complejidad en su interpretación. Guichard conecta la instantánea con la temeridad. La exposición a las inclemencias del mar nos recuerda nuestra absoluta fragilidad. Finalmente, cabe preguntarse si la poética que aloja la fotografía se sustentaría por igual cambiando el espacio del faro por un muelle, o por un edificio colgado de un acantilado a pie de mar, e incluso por una avenida inundada mientras un viandante esquiva las olas; algo que suele ocurrir con frecuencia en numerosas costas del mismo Atlántico.

La imagen de Guichard nos aturde no por la inquietud que traslada el farero al espectador, tampoco por la desmesura de la ola. La Jument es el eje sobre el que pivota toda la composición, donde reside la mayor dosis de tensión. Su posición dominante y estática contrasta con la intermitencia del mar.

La lengua encriptada de los faros, siempre ubicados en rocas o en muelles, exige una predisposición para la confrontación con el paisaje inesperado del agua, que se transforma cada día. El faro convoca el aislamiento, la lejanía y el riesgo, a la que se le pueden sumar los contenidos de insistencia y desvío. Cualidades que son reunidas, en la mayor parte de los casos, en un lugar expuesto a la oscuridad.

De este modo, La Jument simboliza un sentido de perpetuidad y de quietud, a la vez que un ilimitado idioma de expansión. Ante la incertidumbre del océano, se eterniza como enclave de disponibilidad. La pluralidad de significados de la fotografía de Guichard es expansiva. Se integra de lleno en la máxima de Walker Evans: “La buena fotografía es literatura y debería serlo”. Su dramática realidad nos da una medida exacta de lo que significa la existencia y el arte. A fin de cuentas, La Jument expone una forma de detenerse ante el mundo, de sentir el asedio y la vulnerabilidad, y a pesar de todo defender la supervivencia.