El músico y profesor de la musicología de la universidad de Kansas Paul R. Laird lleva décadas investigando, desde múltiples ángulos, la biografía del compositor, director de orquesta y pianista Leonard Bernstein, una de las figuras capitales de la música internacional en la segunda mitad del siglo XX. El año recién terminado se cumplió el siglo del nacimiento de Bernstein y, con ese motivo, se publica un volumen en el que se recoge la vida y obra de una figura capital también para la cultura de los Estados Unidos y que, en nuestro país, ha editado Turner Música. La figura del artista americano se alza como un gigante por su capacidad para transitar en muy diferentes segmentos dentro del mundo de la música, con una capacidad impresionante de conectar con el gran público.

Pianista imponente, compositor que el tiempo ha ubicado en el repertorio con obras de enorme interés, director de orquesta de largo alcance, divulgador cultural a través de la televisión, maestro en universidades y con un compromiso esencial para impulsar el nuevo talento, comprometido políticamente aunque no siempre beneficiasen sus ideas al desarrollo de su carrera, Bernstein, muy ególatra y, por tanto, con un alto concepto de sí mismo, deslumbra por un legado expandido en viva pero que, a día de hoy, décadas después de su muerte, sigue dando sus frutos.

Laird traza el pulso vital y profesional del músico de forma precisa y con detalle. Contextualiza hasta qué punto su vida personal tuvo fuerte influencia en su desarrollo profesional y cómo consiguió navegar entre una vida gay muy agitada y un largo matrimonio con la actriz chilena Felicia Montealegre, madre de sus tres hijos. Se explica asimismo su fuerte compromiso con el Estado de Israel y, a la vez, cómo al final de su vida, pudo, por encima de todo, su compromiso con los derechos humanos, hecho que le llevó a criticar en la década de los ochenta el furibundo nacionalismo israelí y su actitud belicosa hacia el pueblo palestino. Bernstein fue un hombre al que «sus amigos conocieron como alguien leal, generoso, gregario y chispeante, pero también como una persona que luchó contra los demonios que hicieron su vida difícil y desordenada», señala Laird.

Nacido en 1918, fue un niño enfermizo y su talento musical brilló desde muy temprano, contando con el apoyo de su familia, aunque un tanto reticente por parte de su padre que, no obstante, financió su estancia en la Universidad de Harvard donde comenzó su formación de élite. Desde muy temprano se rodeó de grandes personalidades musicales, por ejemplo del compositor Aaron Copland, con el que mantuvo una relación muy estrecha. El prestigioso Instituto Curtis de Filadelfia fue para él una institución clave porque la abrió las puertas de la dirección orquestal, uno de los grandes pilares de su carrera. A partir de ahí entraría en contacto con figuras esenciales como el director de la Sinfónica de Boston Serguéi Kusevitski que le encauzaría por un camino que le llevaría a ser director asistente de Artur Rodzinski en la Filarmónica de Nueva York, con veinticinco años.

Su primer gran éxito llegó en noviembre de 1943 cuando tuvo que sustituir, sin ensayo previo, a Bruno Walter en un complejo programa con obras de Wagner, Richard Strauss, Rozsa o Schumann y que causó tal sensación que fue noticia de primera al día siguiente en el diario The New York Times. A lo largo de su trayectoria fue combinando la dirección con la composición y en ese primer periodo encontramos la maravillosa música que escribió para una coreografía de Jerome Robbins que tuvo muy buena acogida y el musical On the Town. Desde la década de los cuarenta mantuvo un firme compromiso con Israel plasmado en su vinculación con la Sinfónica de Palestina -germen de la Filarmónica de Israel-. Su segunda sinfonía, The Age of Anxiety marcó un punto de inflexión y comenzó a desarrollar, a comienzos de los cincuenta, una frenética carrera internacional como director invi- tado de las mejores orquestas internacionales. Creó e impulsó festivales en Estados Unidos y otros países, compuso ópera y teatro musical, Trouble in Tahiti, Candide, Wonderful Town o West Side Story, uno de los grandes iconos de la música norteamericana.

Sufrió los rigores del macartismo. Al ser acusado de comunista no se le renovó el pasaporte y tuvo que comparecer ante el comité del senador McCarthy. Se vio obligado a firmar una carta humillante en la que renegaba del comunismo. Como él mismo escribió a su hermano, es el peaje que le costaba «ser un ciudadano estadounidense libre». En diciembre de ese mismo año, 1953, se convirtió en el primer norteamericano en dirigir en la Scala de Milán, con la ópera Medea de Cherubini y Maria Callas como protagonista. Su relación con el mundo del cine no fue muy prolífica pero destaca, por encima de todo, la banda sonora de La ley del silencio de Elia Kazan, con Marlon Brando y Eva Marie Saint. En los cincuenta inició su tarea de divulgación televisiva de la música a través del programa Omnibus y que luego continuaría, cuando ya era titular de la Filarmónica de Nueva York con las Young People's Concerts. Revolucionó a la histórica orquesta neoyorquina, planteando una política de programación novedosa que ha marcado, desde entonces, a orquestas de todo el mundo. Su labor divulgativa se extendía a los medios de masas pero también a los conciertos con veladas pedagógicas para jóvenes y público adulto, con giras y grabaciones discográficas que marcaron un punto de inflexión por el aprovechamiento de los nuevos medios técnicos para un sector que ya comenzaba a tener problemas de difusión. La búsqueda de lo popular sin prejuicios le acarreó la animadversión de la crítica más conservadora que confundía su esfuerzo divulgativo con superficialidad.

Su labor compositiva continuó con obras complejas como Mass, una de sus creaciones más políticas y dentro de su carrera europea hay que señalar su estrecha vinculación con la Filarmónica de Viena. No dejó de hacer declaraciones polémicas y gestos como su cercanía a las Panteras Negras le costaron el escarnio público. Se empleó a fondo como activista para conseguir el desarme nuclear y su concierto en Berlín en 1989 festejando la caída del Muro, que miles de personas siguieron en pantallas desde las calles, fue un símbolo que reunió músicos de Berlín, Baviera, París, Leningrado, Dresde y Nueva York. La Novena Sinfonía de Beethoven fue el argumento de la histórica velada. El autor del estudio destaca como «muchos críticos y estudiosos comenzaron a comprender tardíamente la importancia de la obra de Bernstein». El tiempo todo lo va poniendo en su sitio, hace una criba inexorable y frente a otros compañeros de generación, su figura sigue presente en múltiples ámbitos y el pasado año se celebró con vigor su centenario. Con su muerte en 1990 se perdió un artista inmenso, polémico, entusiasta, genial. Su enorme capacidad de trabajo ha quedado reflejada en multitud de referencias videográficas, de audio y escritos a los que se tiene fácil acceso y de gran utilidad para las nuevas generaciones.