Si me hubieran contado que a las 10.00 horas del 30 de diciembre del año pasado iba a estar en un coche con cuatro grandes amigas de camino a Jerusalén, no me lo habría creído. En Israel le dimos la bienvenida al ansiado 2019. Llegamos, y fascinados por la estética de prácticamente todo lo que nos rodeaba, evitamos hacer un tour guiado y nos dispusimos a visitar este parque temático de las religiones por nuestra cuenta. Cruzamos un mercado laberíntico donde puedes comprar coronas de espinas, rodeados de militares armados, y escuchamos la llamada al rezo árabe frente a un cementerio judío donde cuesta una millonada ser enterrado. Cada piedra que pisas tiene algún tipo de rédito turístico debido al papel que representó en la historia sagrada, esa que divide a los humanos y saca lo peor de ellos; enfrentarse por un trozo de tierra. Es un lugar donde se palpa una energía tensa.

Justo volvíamos de la zona del Monte de Los Olivos, caminando por la Vía Dolorosa, cuando me topo con dos chicos que llaman mi atención. Uno lleva una kipá y otro un pañuelo palestino, y se están besando mientras lo inmortalizan con un selfie; son bastante atractivos. Saco el móvil, abro la cámara y disparo una única fotografía, la que ilustra este artículo. Acto seguido, me miran, les miro. De repente nos entendemos. Creo que se trata del código implícito que usamos muchos gays para identificarnos. En este caso, es un momento de complicidad; una forma de decirnos «espacio seguro». No consigo recordar si soy yo el que se ofrece para hacer la foto o si ellos me la piden, pero la cuestión es que acabo usando su móvil para fotografiarles. Intercambiamos un saludo, nos deseamos buen viaje, y me quedo pensando en lo guapos que eran, la verdad. Estoy encantado de haber robado este momento y comparto mi recuerdo en redes.

Continúa el viaje por Massada, el Mar Muerto, la parte palestina de Belén y Tel Aviv. Hora de volver y es imposible hacerlo sin contradicciones. Hemos estado en un lugar maravilloso, pero tengo una sensación de rareza por ser turista en un lugar donde los ejércitos israelí y estadounidense oprimen al pueblo palestino.

A los pocos días mi amiga encuentra casualmente la fotografía de estos chicos en Instagram. Les escribo identificándome. Nos enviamos audios comentando lo bonito que ha sido encontrarnos en la red y compartir este momento. Su fotografía se viraliza, mucho, y aquí surgen las cuestiones. Una imagen de la que fui testigo y partícipe, que no autor, y que suscita reacciones positivas y críticas a la par. Religiones, sexualidad y territorio. Cuestiones de libertad. La imagen pertenece al artista italiano Matteo Menicocci.

Se pone en duda la autenticidad de una foto que bien parece sacada de un banco de imágenes, tiene un halo de perfección. No puedo evitar reflexionar sobre esto. El activismo político se ha puesto de moda (con el feminismo, por ejemplo, el #metoo no puede reducirse a un simple hashtag), y su manifestación se difumina a veces cuando está representado por marcas o instituciones. Realmente, muchos de nuestros perfiles en redes sociales son marcas. Y es innegable que, mirando al pasado, a Stonewall, a Marsha P. Johnson o a las Sufragistas, la estética de esas imágenes dista mucho de ésta, hecha con iPhone y con su filtro de Instagram; con el desarrollo tecnológico. La red ya es un espacio donde resulta cada vez más difícil descifrar la autenticidad de una imagen; somos cebos de campañas de marketing que se apropian de cualquier discurso para vender productos. Los lenguajes políticos están perdiendo su identidad estética habitual, y se difuminan con los lenguajes visuales.

Está claro que debemos aprender de nuevo a expresar opiniones, saber cuál es nuestro lugar y cómo emitirlas, siendo conscientes de nuestros privilegios occidentales y nuestras identidades. Pero también que hay libertades que son básicas y no pueden ser negadas en ningún lugar del mundo. No podemos buscar la paja en el ojo ajeno; hace una semana un chico gay recibía una paliza en el Metro de Barcelona, y estos días estamos viviendo la nueva formación del gobierno andaluz gracias al apoyo de miembros de un partido que no quiere a la comunidad LGTBQ, a las mujeres y a los inmigrantes, siguiendo la sórdida estela de nuevo fascismo populista que se expande por el mundo.

Mi viaje concluyó en la Sommer Gallery de Tel Aviv donde descubrí la impactante muestra de Michal Helfman, Running out of history, en la que la artista manifiesta que "los gobiernos opresores esconden la moral bajo el desarrollo tecnológico". Miro los perfiles de Matteo y Riccardo, y vuelvo a mirar la imagen. Entonces olvido esos comentarios y esos interrogantes; por lo que he podido conocer de ellos esta foto está hecha con buena intención y con amor, y son en sí mismos un caso de activismo personal, privado, artístico y político. La imagen cobra valor, el del talento para mostrar al mundo una idea sencilla con muchas capas complejas. Personas conectando con personas.

Hay que potenciar esta foto. Hay que empezar a crear nuevos lenguajes visuales y saber desvincularlos de sus referencias establecidas. Hay que besarse en catedrales, sinagogas y mezquitas, hay que hacer de nuestros actos un ejercicio político. Y si es necesario, apropiarse de ese desarrollo tecnológico que usan las instituciones para atontarnos, y contar con él nuestras propias historias. Historias como la de este beso robado de dos chicos luchando contra las imposiciones de las religiones, con el mejor acto político que podemos llevar acabo: querernos.