Las casi 500 páginas de Yo pude salvar a Lorca son un homenaje a los dos hombres de la familia de Víctor Amela que participaron en la Guerra Civil: su abuelo materno Manuel Bonilla, del bando de los sublevados; y su tío paterno, Josep Amela, del bando de los republicanos. ¿Un perdedor y un ganador? «No es tan simple», dice el novelista. Por eso escribe: para aportar «luz», «matices» y no dejar que «eso que ocurrió, de lo que no se ha querido hablar, caiga en el olvido».

Si pudiera estar una hora con su abuelo Manuel Bonilla, quien en 1970 le dijo «Yo pude salvar a Lorca».¿Qué le preguntaría?

Todo. He tenido que escribir esta novela por no haber preguntado cuando pude. Era tímido y tenía vergüenza. Si le tuviera aquí le preguntaría de todo. Él fue pasador, pasaba a gente del bando republicano al bando sublevado, en Granada. Salvaba a gente católica, de misa que estaba en peligro en el bando republicano. Él era cristiano y ayudaba a estas personas. Ayudando a gente conoció a Luis Rosales, poeta granadino y amigo de Federico García Lorca, a quien protegió en su propia casa. La casa de los Rosales era un lugar seguro para Lorca porque era una casa falangista. En base a lo que sé, imagino que cuando se conocieron, Rosales le pidió a mi abuelo que transportara a Lorca por no poder protegerlo más. Por cinco horas falló el plan. Así que detuvieron a Lorca en casa de los Rosales y lo asesinaron.

¿Qué preguntó a sus 20 años?

En una comida familiar tenía sentado en un lado a mi abuelo de Granada, Manuel Bonilla. Al otro a mi tío paterno, Josep Amela, que con 18 años fue herido en el Ebro y sobrevivió. Que hubieran estado en la guerra impacta y estimula a un crío de 20 años. Les pregunté: ¿»Dónde estuvisteis cuando terminó la guerra?» Mi tío dijo que le enviaron al penal del Puerto de Santa María, en Cádiz. Y mi abuelo dijo que también le enviaron allí, pero fuera, haciendo guardia, donde estaban los que habían ganado la guerra. Me di cuenta de que dos personas coincidieron, arrastrados por la guerra, a un mismo lugar, sin sospechar para nada del mundo que 60 años después serían miembros de una misma familia. Después de eso callaron, y yo no pregunté nada más. Fue incómodo. Supongo que eso fue el germen de la novela. Las respuestas me impresionaron.

La novela no deja de ser un homenaje a estos dos hombres.

Sí. Un homenaje a dos personas anónimas que hubieran quedado en el olvido si no sale un tocapelotas como yo que decide que no, que el olvido aquí no cabe. Y los hago inmortales. Ahora siempre habrá memoria para Manuel Bonilla y Josep Amela. Son de mi familia, pero podrían ser de cualquier familia española. Quiero que la gente se dé cuenta que en su familia hay historias. Mi historia es espejo y reflejo de las demás. Hay que atreverse a conocer.

En el libro se refiere mucho a los silencios.

Si sigo el mandato de no molestar nos abocamos al olvido, y ese es mi enemigo. Quiero que nos contemos lo qué pasó, pero de una determinada manera: con compasión.

«Ningún muerto me es indiferente. Me duelen todos, los del enemigo también». Lo dice el poeta Luis Rosales, públicamente "un azul". ¿Es esto lo que debían sentir muchos de los participantes de la guerra?

No es tan fácil decir esto cuando todo está polarizado. Esa frase es de un valiente, de alguien muy lúcido, de un poeta. Por eso él lo puede decir. Como Lorca. Estaban más allá de las trincheras, de la ideología. Lo más importante es la amistad por encima de lo que digas y lo que pienses. Y por eso Luis Rosales se jugó la piel, acogió en su casa un rojo, siendo él un azul. Ponía por encima la cultura, la amistad€

¿Cómo ha trabajado para escribir y hacer verosímiles esos diálogos de Lorca, Rosales y su abuelo?

He procurado leer todo lo que a día de hoy se ha publicado sobre las últimas obras de Lorca. Lo que hago en el libro es rellenar los huecos. ¿Qué conversación pudieron tener la última noche Lorca, Rosales y, yo quiero sentir que ahí estaba, mi abuelo, Bonilla? Entonces, entre que mi madre me dice que mi abuelo estuvo en casa de Lorca, que mi abuelo me dijo que pudo haberlo salvado, y que el 14 de agosto del 36 mi abuelo se afilió a la Falange, cosa que quiere decir que conoció a Rosales porque era él quien se encargaba de las afiliaciones. Fui feliz escribiendo esos diálogos. Yo cogía el libro Palabra de Lorca, de Víctor Fernández, que recoge todas las entrevistas que el poeta dio en vida, y cojo palabras suyas literales. Algunas sí que son de mi imaginación, pero muchas las dijo él.

Habla de no olvidar mientras Pablo Casado dice en televisión que «levantar heridas y cicatrices en España no conduce a nada».

Pablo Casado quiere lapidar el olvido y taparlo todo. Pablo Casado es mi enemigo porque no quiere que se escriban novelas como esta, porque en este tipo de novelas hay complejidad, matices, luz, y él no quiere complejidad: quiere simplicidad, olvido y oscuridad. No hay posición más antagónica a la mía. Contra la lápida y la oscuridad, la luz, el conocimiento y la piedad.

¿Qué queda, en 2018, de la Guerra Civil?

Las miserias y las grandezas de nuestros abuelos, lo que hicieron o dejaron de hacer, está nadando en nuestra sangre y cristalizado en nuestros huesos, aunque no seamos conscientes de ello. Está ahí, en las miradas, en los silencios. Somos eso que sucedió. Y por eso hay el impulso, en algunas personas, de saber, verbalizarlo. Lo que sé, es que para mí, el altar ante el que hay que arrodillarse es el altar de la amistad, no el de una ideología.

Vox, que el domingo consiguió 12 escaños en Andalucía, ¿ha venido para hurgar en las heridas o para cerrarlas?

Vox va a intentar echar piedra y tierra sobre la memoria y el conocimiento del pasado, porque sabe que está reivindicando algo que está lleno de sombras, de vilezas, de vergüenza, de canalladas€ Y no le queda más remedio que poner piedra y tierra y tapar, lo cual es una desgracia porque no hay nada más saludable que mirar, ver y contar. Si hasta ahora había alguna posibilidad de investigar algo, de encontrar respuestas, aunque tampoco era fácil con el PSOE, esas posibilidades ahora se cierran drásticamente.