Extraña y algo descafeinada edición del Festival de Málaga.Cine En Español, la vigésimo segunda desde su fundación y sólo la tercera desde su reinvención como certamen que abraza también el audiovisual iberoamericano. Las últimas temporadas confirman lo anunciado tiempo ha por el director del certamen, Juan Antonio Vigar: el timón iba a virar hacia lo puramente fílmico, con la búsqueda del rigor (pocos saraos y actividades faranduleras o de colores) y el servicio a la industria (proliferación de una programación dedicada por entero a la industria, de pitches, encuentros y negocios potenciales) como nortes. Tenemos ahora, por tanto, un festival que opera desde la institucionalidad y lo formal, que prefiere celebrar encuentros entre productores a puerta cerrada para levantar proyectos desde aquí que echar demasiado el anzuelo para que piquen estrellas flasheables. Vayamos por partes...

El cine español ha contraprogramado al Festival de Málaga. ¿De qué película patria se ha hablado esta semana en todos los generalmente exiguos espacios para la cultura de la mayoría de medios de comunicación? ¿De la ganadora de la Biznaga de Oro? ¿De las últimas comedias de Dani Rovira? Evidentemente, Dolor y gloria. Sé que el manchego trasciende el marco del cine español, también en lo industrial, que sus fechas de estreno y demás vienen más marcadas por Cannes que por otra cosa, pero no habría estado de más un guiño con el único certamen que se dedica casi por entero al audiovisual nacional. Es justamente a esto es a lo que me refiero cuando, desde hace años, vengo hablando de cierta falta de cariño del sector hacia un festival levantado a su mayor gloria.

La programación ha sido excesivamente glotona. Sinceramente, no se puede agendar una Sección Oficial de 24 títulos, ya no sólo porque te obliga a incluir películas poco deseables sino porque el tamaño excesivo te lleva a la flacidez, a una agenda poco compacta y cohesionada. Ha sido un poco el espíritu de esta edición: la organización ha atiborrado el calendario de actividades, pero casi siempre ha habido más cal que arena. Un festival debe ser siempre una criba, una selección con marca registrada, con espíritu y personalidad para proponer descubrimientos al espectador. En Málaga, sin embargo, parecemos conformarnos con el esto es lo que hay y lo hinchamos para que parezca que hay más de lo que realmente hay. Urge compactar.

La apuesta por el cine iberoamericano sigue siendo valiente y necesaria: mucho del mejor cine que se ve en las pantallas del Cervantes y el Albéniz estos días no es precisamente el que lleva nuestra bandera. Aunque a mí me sigue chirriando que haya dos Biznagas de Oro, una para la mejor película española y otra para la mejor cinta latina: mientras sea así, la presencia de directores del otro continente será un Territorio Latinoamericano (la sección paralela que hasta hace tres años aglutinaba el cine de allí) inflada. En cualquier caso, bravo por el empeño de difundir un cine que generalmente no trae estrellas ni flashes, que no genera clickbaits de alfombra roja sino, pura y llanamente, buenas películas (no siempre, obviamente).

Si la palabra festival viene de fiesta... Pues este año, desde luego ha habido poco jolgorio. Y ha sido una comidilla en los mentideros y conversaciones en las noches de esta semana: qué poco ambiente este año en el Festival de Málaga, qué pocos famosos se han acercado a las galas, etc. Ha habido varias jornadas, de lunes a miércoles, en las que en la programación había más actos de chaquetas y corbatas que de haute couture. La agenda del certamen no puede convertirse en una sucesión de actos institucionales de mayor o menor relevancia, pero, eso sí, de grisura contrastada. Hay que darle vidilla a esto, pero mucha. Cuando el Festival comenzó, Málaga era un paramito cultural; ahora, con la cultura como estrategia de ciudad, el certamen necesita dar unos pasados hacia delante para no perder comba.

Ha sido el año de la ruptura de corsés, de formatos. Sí, para muchos ha sido una edición marcada por el debut de una producción de Netflix y, sobre todo, por la inclusión a tope de estrenos de series de televisión. Creo que por ahí, nos guste más o menos, pasa el futuro inmediato del Festival de Málaga: por la hibridación, el diálogo entre los formatos, el abandono de distinciones y clasificaciones tradicionales. En esos contenidos están los nuevos públicos y, quizás, la próxima reinvención del certamen: un festival de cine y de televisión. Ello, claro, supondría eliminar Screen TV por redundante.