Te he tomado prestado el título del artículo que escribiste cuando murió César González Ruano. Perdóname, Manolo, pero lo he hecho porque estoy exactamente en la misma tesitura que estuviste tú aquel 15 de diciembre de 1965, cuando lloraste la muerte de tu maestro. A mí también se me acaba de morir mi maestro y mi amigo, compréndelo, es una emergencia. Yo también estoy escribiendo, como tú aquella vez, en mojado y en caliente.

Te me has muerto, Manolo, y el mar es más náufrago que nunca, y se han quedado más solas las olas que van y vienen sin encontrar la playa que están buscando. Te me has muerto y no hallo consuelo en las llamadas de los amigos, en el abrazo de mi hija, ni siquiera en el recuerdo de tantas noches que trasnochamos y dejamos que se nos hiciera la mañana entre copas y versos, hablándonos como si no mediaran entre nosotros casi cuarenta años de distancia. Recuerdo tu sonrisa cuando, hablando de cómo ganaste el Premio Nacional de Literatura, me preguntaste, de repente: ¿Qué edad tenías tú en 1962?", y yo respondí, un poco azorado: "Menos cuatro años, maestro".

Hay en mi casa un silencio enorme. Solo suena el golpeteo del teclado. Es lo natural. Algunos nada más sabemos llorar en negro sobre blanco, poniendo nuestro dolor y nuestro duelo en las palabras de una columna de urgencia. Como te dijo César, como me dijiste tú a mí, "somos escritores como se es pelirrojo, porque sí".

Eso también me lo enseñaste. Y que a los amigos que se nos mueren no se les quería, se les quiere, en presente, porque la muerte no puede con ese "amor sin erotismo" que decías que es la amistad, acertando de lleno como siempre.

He aprendido tanto de ti, Manolo, maestro, que necesitaría varios alzheimer consecutivos para que se desvaneciera tu recuerdo, para que se me olvidara el eco de tu palabra, de tu generosidad, de tu afecto. No ocurrirá, estoy seguro. Te llevo en el alma, y no existen ahí el olvido, ni la muerte.

Me enseñaste muchas cosas pero no me dijiste nada del dolor. Supongo que esperabas que, más tarde o más temprano, lo aprendería. Nada me dijiste nunca de este vacío, de este hueco, de esta profundidad oscura que se me ha metido dentro, de esta angustia que se ahonda en mí, que me esconde las palabras y me deja en un terrible desamparo, porque ya no queda nadie a quien preguntar, nadie a quien escuchar, porque ya no se puede desayunar café solo y Manolo Alcántara y la vida es, desde ahora, menos navegable. Terreno de secano.