El ángel del ring le alzó la mano a los puntos en su último combate. No hubo que hacerle la cuenta sobre la lona. Tampoco la muerte pudo noquearle un K.O. en la mandíbula. Aguantó Alcántara los últimos asaltos en pie, esquivando entre las cuerdas los golpes de la edad, sin quitarle nunca la mirada a los días estrechos en los que apenas se citaba con un dry y dos o tres amigos con la excusa de comer alrededor de su curiosidad y su memoria. Fue siempre el NODO del periodismo blanco y negro, su trovador en distancias cortas y frente a los oídos femeninos, su dandismo Alcántara en los palacios del boxeo y en las noches de copas y humo, con espejos de Chicote, del Varela, del Lisboa o El Comercial. Hasta hace una vuelta de hoja fue el decano de la columna forjada con el plomo de la actualidad a la que tomarle el pulso y la sombra, y también el corazón con un gesto de poesía machadiana entre su prosa. El sello inconfundible de un periodista con salero de mar y contemporáneo de los versos del 50 que hasta muy avanzado el último combate mantuvo su artúrica aura de caballero en una mesa redonda, junto a otros espadas de lo suyo y de la vida, con Ginebra en medio y su memoria como brújula.

Qué solos nos ha ido dejando, a paso lento, capaz de la lluvia, de los silencios, sereno frente a la página en blanco de diez onzas a la que le siempre le trazó travesías, calles sigilosas de un suceso en el que llovía corazón, el espectáculo invariable de la política, el milagro de las cosas que no tienen importancia, el interminable aprendizaje de estar vivo y el don de la esperanza en el hombre. Y de muchas más ecos de la realidad, del dolor y del goce escribió y narró cada vez que se erigía en el centro de una reunión de la Hermandad para brindar por sus años, celebrar la publicación de alguien querido o porque alrededor de una buena comida con vino y sobremesa se inspiraba mejor su columna para empezar por el contraportada los periódicos de Vocento. O simplemente porque la amistad hay que cuidarla sentándola en una mesa. A su alrededor hubo siempre multitud de comensales y numerosos aspirantes. Escritores de talla, de campeonato y de moda. Lo mismo poetas que narradores. Igual que pintores, empresarios, locutores, directoras de museo, y entre todos uno de sus más queridos cómplices, José Luis Garci. Entre ellos y Alcántara cualquier tema posible, desde las diferentes bellezas de Garbo, Montiel y María Félix, el ingenio de Gómez de la Serna, la picardía vividora a vuela pluma de su maestro César González Ruano, la elegancia de Penagos, hasta los fantasmas de su afecto como Ignacio Aldecoa; el joven Francisco Umbral roto por la muerte de su hijo; Pablo Neruda mano a mano un atardecer en Isla Negra, y de guardia en casa para el último trago la mujer compañera que le hizo sentirse orgulloso un Amadís de Paula.

Son muchos en los que Manuel Alcántara se queda mientras se va marchando a otra parte en la que cumplir unos de sus más antiguos rituales: pasearse por algunas librerías, regalar algún que otro título a su acompañante, elegir el alto para el prólogo dry de la cena, y el restaurante en el que coronar la noche. Hubo una época en la que siempre lo hacía los jueves con sus amigos pintores, Jaime Rittwagen y los hermanos Durante, lo mismo que otras fueron con el arquitecto ilustrado Salvador Moreno, el poeta Juvenal Soto, el ex alcalde malagueño Pedro Aparicio, el empresario y amigo hasta en lo más difícil Juan López Cohard, y entre los periodistas Teodoro León Gross, Rafael Porras y algunos más sobrinos del alma, como le gustaba llamarnos en público y en sus dedicatorias de libros de artículos y de poemas como Los otros días, Fondo perdido, Antología 1955-2004 o un ejemplar con el mar adentro amarillo mustio de Ciudad de entonces, con el que ganó el Premio nacional de Literatura en 1961. Cada uno recordará un solo Manolo y entre todos al mismo Alcántara que a las cinco en punto se marchaba siempre a lidiar a dos dedos con su Olivetti. La que unas veces era la orilla sobre la que el poeta regresaba al mar en el que leer su infancia y las ausencias, y a diario la trinchera desde la que pasar revista al frente en batalla, exigiendo el sustantivo en guardia, el latigazo de un adjetivo zurdo, el instante preciso en el que el verbo encaja, y la derecha eléctrica propina el K.O. de una frase.

Estilo, habilidad, eficacia. Alcántara en latigazo puro. La mano que aprendió a soltar de niño viendo en su Málaga entrenar a los gladiadores que huían del hambre, del pasado, de un futuro delincuente, en un descampado cerca de su casa. Boxeadores a los que años después seguía en combate a pie de cuadriláteros del Palazzetto dello Sport de Roma, del Regent Palace de Londres, del Palacio de los Deportes de Madrid, manchándose de sudor y sangre su relato épico entre cuento y boxeo para Marca, hasta que la muerte derrotó a un púgil con toda la vida por delante. Once años de periodismo literario telegrafiado a veces por teléfono o resuelto en tres asaltos: el del templo de la pelea, el del trayecto en taxi, el de a un suspiro de la campana en la entrada de Larra, 14 con olor a pescado y periodismo fajado entre líneas. Once años a 15 asaltos de leyenda que Gross y Agustín Rivera enmarcaron en el libro que La edad de oro del boxeo. Un oficio del que guarda, a sus 88 años, el batín celeste de José Legrá, el Puma de Baracoa, como él le bautizó, un escorzo de peso wélter con chaqueta, corbata de nudo Windsor, zapatos inmaculados en negro y bigote Ronald Colman, como lo dibujó José Luis Garcí en el hermoso epílogo cinematográfico de ese libro para el recuerdo.

Confieso que he bebido, y vivido también, repitió muchas veces el maestro que entre tantas cosas que nos deja está su respeto por las palabras que son una cosa seria "las amo porque guardan cosas mías: antigüedad, amor, aroma€cuando las miro acaban por dolerme". Con ellas en los labios y en el folio a toda plana, se nos ha ido Alcántara con un silencio de humo blanco. Seguro que a estas horas estará de madrugada en un café desmenuzando jugadas de fútbol o las veredas entre la memoria y el olvido con forma de soneto y decisión de buscar una puerta abierta donde la penúltima. Y mañana, cuando el azul sea mediodía, estará Manuel, junto a la mar, desentendido; un niño jugando a la alegría".