Mónaco. Un país bordeado por el Mediterráneo junto a peñas enfrentadas al mar. Así lo dispuso Dios. Y en revancha, ahora construyen aquí sus casas quienes lo suplantan en mundos artísticos más bellos, quizás perfectos. “Es la Florida de Europa”, me dice un residente de acento británico y chaqueta. Estamos en el mirador de la Gare Central, a cincuenta metros de altitud.

—¿Ve el puerto? Justo detrás hay un edificio alargado. Es allí donde tiene la cita —me dice mientras consulta su rolex—. Enjoy!

Son las cinco, el sol permanece en la ciudad y embiste la niebla de la mañana. Para llegar al puerto tan solo hay que bajar una sucesión de calles y continuar recto por el Boulevard Albert Premier. Las cuestas son acusadas y fatigan, pero al mismo tiempo la amabilidad de los funcionarios, la temperatura primaveral y el desfile de Lamborghinis, Bentleys y Maseratis son razones para venirse a vivir aquí. “Es la ciudad en la que todo funciona”, me dirá el maestro. Fue levantada tras una muralla y después fueron necesarios fajos y fajos de dólares. Es Mónaco, y desde hace diez años vive en este país tan pequeño el pintor más grande de América Latina y el escultor más admirado del mundo hispano.

Quedamos en su estudio, en la Quai Antoine Premier, un edificio rosa con reminiscencias coloniales a Cartagena de Indias y Popayán. Cuando el ascensor para en la cuarta planta, se ilumina un pasillo con puertas blancas de dimensiones monumentales. Todo aquí está exageradamente construido como ocurre en el universo boteriano. La anchura entre las paredes, la densidad del gotelé y la longitud de las manijas y los fluorescentes. Todo a excepción de un pequeño timbre, vuelto insignificante, situado al fondo del pasillo y que Botero dignificó plasmando su firma en rotulador negro. Aprieto sobre la “B”, espero en silencio, escucho unos pies que van y vienen, el pasar de una mano por la cerradura y es entonces cuando se abre la puerta y una voz suave me invita a pasar.

No es practicante y su santísima trinidad es el volumen, el hieratismo y la monumentalidad. Pinta todo como si fueran frutas y no le gustan las escenas nocturnas porque no son apacibles. Detrás de su timidez, es un hombre con un gran sentido del humor. Pinta bebés fumando y manos misteriosas que agarran vasos de alcohol o interfieren en una partida de cartas. Su estilo no es el realismo mágico: “Todo lo que pinto es posible”, se defiende. Tampoco es el pintor de las gordas y las tres mujeres con las que se casó —Gloria, Cecilia y Sophia— son la antítesis a tal canon. Pero sin duda lo más interesante en Botero es el volumen. “Yo empecé pintando de manera volumétrica. No sé, como una cosa intuitiva. Algo me llevaba a hacer esos volúmenes”. Si la monumentalidad desciende de Orozco y Rivera, el volumen es la forma que usó Botero para exorcizar la prematura muerte de su padre. Esa ausencia lo enemistó para siempre con la realidad. Le hizo escatimar la fuerza y encontrar en el volumen la manera de expresarla.

Sus primeros recuerdos aparecen impregnados del fresco aroma de su madre, quien lo cuidó en medio de la pobreza de los años treinta. Durante la adolescencia, otras mujeres lo marcaron como las prostitutas, las religiosas y las dueñas de las cantinas de Medellín. Todas ellas configuraron su imaginario de mujeres que más tarde habría de plasmar en los lienzos. En la falda de los Andes también fue animado a torear. Aunque pronto colgó el capote para lidiar con una fiera todavía mayor: la pintura. La pasión por los toros la abordaría en “La corrida”, quizás el tema más logrado. Por primera vez, el escenario adquiere la forma de esfera y el rojo domina la composición. “¿Qué es Picasso?”. “El toro”, dijo él. Botero niega que la tauromaquia esté tan arraigada a él como en Picasso, pero lo cierto es que sus primeras pinturas fueron unas acuarelas de toros.

Como Dalí, pintor que cada vez detesta más, Botero fue un insumiso. No solo rechazó el expresionismo abstracto, sino que en su juventud redactó un polémico texto que mereció la expulsión del colegio:

—Sí, me botaron. Consideraron que el artículo sobre Picasso tenía cosas marxistas. Una ridiculez. Entonces, el director reunió a todo el colegio un día y dijo: “Aquí hay manzanas podridas”. ¡Me echó delante de todo el colegio! Pero no me afectó mucho, apenas terminé el bachillerato, me inicié en la pintura.

Fernando Botero viste un chaleco de punto impecable, luce la misma barba candado con la que se estrenó a los diecisiete años en los salones de pintura antioqueños y tiene un acento paisa interrumpido solamente por breves bocanadas de aire. Sus personajes apacibles y enigmáticos, sus vírgenes coronadas con calabazas, sus prostitutas sin sostén, sus guerrilleros y dictadores, sus madres superioras y las naranjas, sandías, yucas, moscas, loros y pieles de zorro que pueblan sus pícnics y juntas militares nacen aquí, en este lugar de tres largos ventanales prolongados por un balcón con vistas al puerto de Mónaco.

El estudio es propiedad del Gobierno. Hicieron diez como éste en la época del príncipe Raniero para que pudieran trabajar los artistas. Porque uno no puede trabajar en un apartamento: no. Tiene que ser un loft, un espacio sin divisiones. Yo vine de paso un día y me gustó tanto la ciudad que acepté la propuesta de Raniero.

Y cuando el maestro habla de lo que le gusta piensa en pintar a solas y en silencio.

El estudio está sobre todo vacío. Apenas unos cuadros apoyados sobre el suelo y otros colgados en la pared decoran este cubo blanco con vigas bajo un techo blanco. Hay luz. Los estores de las ventanas están recogidos y los rayos de sol no alcanzan las telas de algodón y lino que se protegen en el otro extremo de la habitación. El espejo de un caballete desdobla la escena. Al lado suyo unos pinceles se extienden sobre una tabla y otros varios se amontonan en una caja de cartón improvisada. Hay también sobre la tabla botes: botes opacos que parecen decir “destápanos”. Y entre tanto material, una libreta de tapas azules está abierta por un boceto.

Ayer empecé este dibujo. No quiero ser vanidoso, pero es un tema fascinante —dice Fernando Botero como si esta tarde anduviera buscando un cómplice. Al lado suyo cuelga una pintura que representa “Los músicos”, tema que se subastó por dos millones de dólares en Christie’s—. Para empezar hay que hacer un boceto y después se dibuja en la tela. Se van elaborando las formas y el dibujo se desarrolla poco a poco. Hay un momento en que sé que está listo, que no puedo hacer nada más, y entonces paro de trabajarlo.

En el cuadro tres hombres de extremidades generosas están de pie y un guitarrista aparece sentado en actitud pensativa. “Es mejor ser impasible”, me dirá el maestro. Sus invenciones no terminan con el cuadro. Al lado de la tela, dos cuerdas sostienen una bolsa de plástico azul que le ayudan a subir y bajar el cuadro con un dedo.

—¿Con un dedo?

—Pues con el dedo. Te digo yo: sin esfuerzo —y el maestro sube y baja el dedo índice—. Siempre trabajo a la altura del ojo. Pero no todos hacen como yo. Hay muchos pintores que usan bastidor y tienen que subirse a una escalera. A mí se me ocurrió un día que era ridículo subirme a una escalera así que inventé este sistema de poleas.

Con las rodillas un tanto flexionadas, a paso corto y frotando el entarimado con los mocasines negros. Cuando me guía por su estudio Fernando Botero parece un veterano de guerra: “El hecho de que esté de pie varias horas seguidas frente a una tela es una prueba de que estoy en buena forma —me dice a la vez que da dos golpes contra una mesa—. Toco madera”.

La mesa está ocupada por una escuadra y un rotulador negro, y entorno a ella hay dos sillas de madera reclinables.

—¿Nos sentamos?

Durante la conversación me ofrece generosamente agua con gas: “Badoit”. Él desenfunda la botella y bebe. Hablamos de pintura, del placer visual del óleo, del pastel, de la sencillez de la acuarela, de la importancia del fondo en el dibujo y hasta de las insuficiencias que supone el acrílico, y así surge la pregunta inevitable:

¿Usted pinta? Ah, entiendo. Usted es periodista, escribe.

—Sí, maestro, pero escúcheme. Creo que en muchos escritores la vocación nace como alternativa. Alternativa a la pintura, quiero decir. Escribir es pintar con palabras cuando las manos no son talentosas. Piense en Rulfo, maestro. Comprobará que esa capacidad de recoger el instante, el movimiento, la caída de la lluvia, es una aproximación a la pintura. A la mayor de las artes.

—Puede ser, la verdad —y el maestro sonríe. Le gusta la idea de la pintura como la más perfecta dimensión cultural.

Sin la pintura, este lugar estaría vacío de libros. Las revistas y los catálogos sobre arte se acumulan en una mesa de centro situada al fondo junto a una amplia monografía escrita por Cristina Carrillo de 900 dólares. Sin la pintura, solo quedaría una mesa vacía, unas pantuflas, el escritorio desde el que el maestro revisa su correo electrónico, y una maleta de viaje.

Con tan solo diecinueve años y los 7.000 dólares del premio Nacional de Pintura, Botero cruzó el Atlántico. En el barco conoció el vino y en Barcelona el primer cuadro de un autor reconocido: “El martirio de San Pedro” de Zurbarán. Las únicas aproximaciones al arte habían sido hasta el momento reproducciones de cuadros y los santos policromados de las iglesias de Medellín. En Madrid fue copista y ocurrió un hecho trascendental. Caminaba por las calles viejas del centro cuando en un escaparate encontró un libro abierto por una lámina de Piero della Francesca. Nunca antes había escuchado su nombre. Fascinado por los colores del cuadro, compró el libro que leyó con total devoción y comenzó a interesarse cada vez más por Piero hasta estudiar sus influencias y discípulos. Seguro de que para comprender el Renacimiento uno tenía que estar en Italia, desechó el sueño parisino para marchar a Florencia, donde acabó viviendo durante tres años en el apartamento conseguido por una amiga suya de Madrid: “Me dejó la llaves, la dirección, un año pagado y una nota: ‘Este es mi regalo’ decía”. En Florencia aprendió el color y profundizó en el volumen, y la Academia San Marco apenas la frecuentó: “Yo nunca vi al profesor. Es que los profesores no iban porque los alumnos no les ponían atención. Todo el mundo estaba haciendo abstracto”. Así que se volvió autodidacta. Regresó a Colombia con las técnicas de Masaccio, Uccello y Piero, pero no convenció a la crítica.

—¿No le gusta el agua? —pregunta el maestro.

Una de las botellas permanece todavía cerrada. La otra está por la mitad y en ese estado inconcluso se encuentra el dibujo de “Los músicos”. Tan solo el sol parece haberse consumado en un atardecer inmediato.

—Maestro, uno supone que los músicos debieran estar contentos con la guitarra, y sin embargo parecen absortos por otros pensamientos. No hay sentimientos en sus caras.

—Ocurre que cuando se da una expresión muy fuerte, una cara es una distracción. Las caras son muy magnéticas. Si uno quiere ver a una persona tal como es dígale: “Cierre los ojos”, y la interiorizará. Con la pintura ocurre lo mismo: si uno le da mucha importancia a la expresión de la cara, el resto del cuadro pierde interés. Yo trato de hacer una expresión que sea impasible. Total, que no haya expresión.

—Hierática.

—Sí, hierática.

—Se ha asociado esa expresión a una cierta melancolía.

—Sí, parece, pero yo no soy melancólico.

—¿No?

—¡No! —dice tajante—. Digamos que yo soy más de una actitud positiva ante la vida. No creo que se tenga que ser triste o estar atormentado para ser pintor. Las expresiones nacen por una condición de impasibilidad, de que es mejor ser impasible.

Y con impasibilidad llega la noche que transforma los amplios ventanales en espejos. Las intermitencias rojas y verdes de los yates son manchas en las gafas redondas del maestro, quien antes de partir a Europa había viajado a un pueblo pesquero del Caribe: entonces, quería entender a Gauguin. Retrato de una joven india” es una de las pocas obras de aquel momento marcado también por la influencia de la etapa azul de Picasso. Con unas pinceladas largas y gruesas, inmortalizó a una mujer de tez oscura en actitud de espera. El maestro se disculpa:

—El problema es que yo estoy un poco sordo. Me tienes que hablar más alto porque oigo muy mal.

No hace falta el oído. Hay sobre la mesa un libro abierto y la mano derecha del maestro contempla extrañada una miniatura del cuadro que pintó a los veinte años. El tiempo se ha detenido y retrocede. Poco importa la cita posterior a este encuentro: un leve retraso de quince minutos. El maestro inventará alguna excusa porque ahora tiene que recordar, pasar sus dedos por las curvas de esta mujer empequeñecida, recorrer su geografía de brazos y piernas, y humedecerle los labios.

Ésta fue la única figura que pinté posando —termina diciendo—. Todos mis cuadros los he hecho a partir de recuerdos, nunca a partir de la experiencia directa. Pero esa mujer me cautivó. Solía venir a mi casa de Bogotá en busca de limosna y un día le ofrecí que pasara dentro y la retraté.

Con cicatrices y sin la falange meñique, la mano empieza a palpitar sobre un punto fijo.

Aquí está Gauguin —dice maravillado—. ¿Lo ve? En este fondo: estos colores son de Gauguin.

El encuentro entre dos maestros trascendiendo los hilos del tiempo.

“¡Es fascinante!”, debió pensar Dorothy C. Miller nada más entrar. En frente, una versión de la Mona Lisa pintada por Botero presidía la pared del estudio. Era octubre de 1961, afuera los árboles teñían de rojo Washington Square, y dentro, Dorothy C. Miller, curadora del MoMA, acababa de visitar a un pintor norteamericano que le habló de su vecino: un joven procedente de Medellín. El edificio en la calle Macdougal era en aquel momento el discreto refugio de dos artistas, uno de ellos con una terquedad profunda, un inglés de restaurante y un gran lunar en la mejilla izquierda.

Guiada por la intuición, Dorothy llamó a la puerta del colombiano y Fernando Botero la recibió. “¡Es fascinante!”, tuvo que pensar para confesarle la siguiente ambición: “Quiero este cuadro”. El óleo representaba a la Gioconda con una cabeza desorbitada y un torso minúsculo. A Botero, de 29 años, le brillaban los ojos: recientemente se había divorciado de su primera mujer, Gloria Zea, vivía separado de sus tres hijos, y los precios ridículos por los que adquirían sus cuadros le obligaban a alimentarse con sopa de pollo. Al día siguiente se llevaron el lienzo y dos años más tarde, coincidiendo con la exposición de la Gioconda de Da Vinci en el Metropolitan Museum, éste fue exhibido en la entrada del MoMA.

El New York Times consideró a Botero un “posible nuevo maestro” y la ciudad entera acabó hablando de él. No sin críticas. "Fetos de Mussolini procreados con una campesina idiota", escribió The News o “Un monumento a la idiotez”, resumió el Art Magazine. Pero lo más sorprendente no era tanto el estilo desproporcionado de Botero como el hecho de que el MoMA, catedral del arte contemporáneo, hubiera adquirido el cuadro de un pintor figurativo. Era la época de Jackson Pollock y Willem de Kooning, y si uno quería triunfar en los salones de arte debía arrodillarse ante el expresionismo abstracto. Botero había roto con la tradición.

—Después de viajar a Europa, partí a México y más tarde a Nueva York. Fue una etapa muy difícil: pintaba figurativo y no interesaba. Pero ¿qué otra alternativa había? Era la capital del arte y yo tenía que estar allí. Al final me hice a la idea de vivir solo y sin apenas plata pero, poco a poco, primero en Alemania y después en París, la situación se fue solucionando.

Fernando Botero está cansado. Lleva pintando desde las once de la mañana. Solo ha parado para comer en el restaurante Quai des Artistes, a cinco minutos de donde nos encontramos, y continúa sentado, con las piernas entreabiertas y las manos aferradas al borde de la mesa. Tiene 87 años y su originalidad y rebeldía contra el expresionismo abstracto cuestionan qué tan perdurables son las tendencias artísticas. Es el pintor vivo que más veces ha expuesto en el mundo y el latinoamericano con los cuadros más cotizados del mercado. En la memoria siempre le quedarán los momentos de agonía en Nueva York y el fatídico accidente de coche en 1974. Perdió a su hijo Pedro de tan solo cuatro años y por poco pierde la mano derecha con la cual pinta. Pero también Fernando Botero recordará su estancia en México donde empezó a ser Botero: "Mi talento fue entonces reconocer que algo había sucedido —le dijo a Ana Escallón—. Dibujaba una mandolina de rasgos generosos y al hacerle un agujero muy pequeño ésta adquirió proporciones majestuosas". Tampoco olvidará su estreno en las galerías Buchholz, Marlborough y Claude Bernard que lo consagraron ante los marchantes, el arribo de sus esculturas monumentales a los Campos Elíseos, la Park Avenue y la Piazza della Signoria, y su reciente muestra en Shanghái.

Siempre sonriendo y con un brillo infantil en los ojos. Entrecerrados cuando habla, y curiosos y abiertos cuando escucha. Sabe que está en el ocaso de su carrera.

Vivo este momento sintiéndome afortunado. ¿Sabe? La pintura es un gran placer y yo he sido pintor durante setenta años. Si hay algo que tenga que agradecer, será haber descubierto mi vocación tan rápido.

Frente al casino de Montecarlo hay un edén. Hay naranjos, palmeras, fuentes de agua, macetas con amapolas y tulipanes que miran al Mediterráneo y, al fondo, la escultura “Adán y Eva”. Fernando Botero comprendió un día que sus pinturas podían sobrepasar la bidimensionalidad e infló el bronce hasta conferirle la forma de un cojín mullido.

Niños, adultos y ancianos manosean la escultura. Hasta la señora más presumida de perfume Clive Christian. Ella posa junto a sus amigas —todas señoras de entre sesenta y setenta años—, y cuando el flash desaparece, discretamente pasa la fina mano por el prepucio de Adán. “Es irresistible”, dirá.

Adán y Eva” es voluminosa, sensual, pesada y parece rellena de una materia intangible. Y señala, con la mirada en el horizonte, que hay un mundo por descubrir. Una sociedad perfecta de figuras hieráticas. Vacía de sentimientos porque solo en la tierra quizás hagan falta.