Se apellidaba Blanco pero hizo fortuna como negrero. Nació en El Perchel y terminó levantando una isla-fortaleza en Sierra Leona, una auténtica fábrica donde hacinar a los esclavos antes de distribuirlos a los barcos dedicados a la trata. El actor, escritor y licenciado en Historia Carlos Bardem (sí, el hermano de Javier) acaba de publicar Mongo Blanco, un libro que recupera y novela la vida y peripecias de Pedro Blanco, un malagueño con una inteligencia y un talento innatos para la crueldad. Y ojo, que los hermanos Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo, creadores de series como Crematorio y La zona, han comprado los derechos de la obra con vistas a una posible serie de televisión, por lo que pronto quizás este hombre podría dejar de ser un singular desconocido de nuestra historia.

Desde luego, lo de Pedro Blanco (Málaga, 1795-Barcelona, 1854) da para todo eso y más: hablamos de un auténtico villano, de ésos que tanto fascinan por una infinita capacidad para el mal. Fruto del desliz de una rica componente del top social malagueño y de un humilde patrón de un falucho de cabotaje, Blanco fue tutelado por su tío Fernando, quien le procuró una educación exquisita que, sin embargo, no bastó: los compañeros le hicieron la vida imposible por bastardo y fue también discriminado por los profesores.

Pedro encontró su lugar en dos sitios: los libros de aventuras, que devoraba uno tras otro, y las tabernas repletas de marinos, que contaban historias desvergonzadas, imposibles. Mientras, empezó a demostrar una despreocupación absoluta por las normas: a los 14 años tuvo que huir por piernas de Málaga tras haber dejado embarazada a su hermana, Rosa. El mar iba a ser el refugio.

Empezó como polizón y pronto, gracias a su astucia y su buen hacer social, se hizo capitán de bergantín. No era suficiente. En Cuba se puso bajo el paraguas de un comerciante de esclavos ciego llamado Joaquín Gómez y ahí revolucionó el concepto del transporte de la mercancía, empleando veleros más rápidos y con mayor capacidad: pagaba por cada negro 20 euros en origen y cobraba en destino 350. Negocio redondo. E infame, claro. Empezaban a tener fruto sus experiencias en el criadero de esclavos de Reeves, en Recife, y su educación junto al famoso negrero Cha Cha, en Ouidah. Pronto, Blanco dejó de liderar cada viaje para intentar buscar un lugar en la high society cubana. Imposible: pese a organizar impresionantes reuniones sociales en su mansión y comprar un palco en un teatro, nadie quiere codearse con él. El malagueño lo achaca a su hija Rosa (sí, como el nombre de su hermana), hija que tuvo con una princesa africana: una niña mulata, medio negra, medio blanca, y discriminada como tal. Como él.

Pero la gran empresa por la que Pedro Blanco terminaría pasando a la historia se llamaría Lomboko: una fortaleza en el estuario del río Gallinas, en Sierra Leona, para facilitar el trabajo de los negreros; allí, lejos de las miradas de las autoridades, se hacinarán los esclavos hasta que los esclavistas, cada noche, por turnos, se hagan con la carga humana. Sí, como el actual cash & carry. Llegar, recoger y pagar. Carlos Bardem tiene razón al considerar al malagueño «el Pablo Escobar de la esclavitud».

Dicen los historiadores que el negocio llega a ser tan productivo que el golfo de Guinea nota pronto las consecuencias: es más rentable cazar esclavos que cultivar la tierra y las hambrunas se repiten mientras los cultivos desaparecen en el abandono. Blanco ve cómo su fortuna se incrementa espectacularmente desde la mansión (con harén) que se construyó en Lomboko, sí, al lado de los esclavos almacenados como carne. Había levantado un emporio internacional, con ramificaciones en Londres, Nueva York, Cádiz y Baltimore. Tenía 4 millones de dólares de la época, y se consideraba un «benefactor»: «El comercio negrero hace más bien que todos los misioneros porque los esclavos mejoran mucho con su traslado a los países cristianos», dijo.

La alta sociedad cubana se cansó de sus escándalos (mató a un individuo en una taberna, frecuentaba la compañía sexual de hombres, violó a su sobrino) cuando se hizo público que pidió a su esposa que contemplara sus encuentros con otros varones. Blanco regresó a España, concretamente a Cádiz, donde se hizo respetable empresario, fundando una naviera, Blanco & Carvallo. Mientras los británicos lograron incendiar su fábrica de esclavos de Lomboko. El malagueño empezó a mostrar síntomas de paranoia total: estaba convencido de que alguien quería quemarle los ojos con ácido sulfúrico, como a su primer jefe, Joaquín Gómez. Murió rico y loco. Queda su historia (que ya fue objeto de otro libro, en 1933, El negrero, de Lino Novás Calvo), la de un emprendedor de la maldad, la de un hombre resentido, hipersexualizado y sin escrúpulos, que puso su inteligencia y habilidad para la peor causa.