James Rhodes

Programa: Sonata nº 15 en Re mayor, op. 28 "Pastoral" de L. van Beethoven; Scherzo nº 2 en si bemol menor, op. 31 y Nocturno en do menor, op 48 nº 1, de F. Chopin y Toccata, adagio y fuga en Do mayor, BWV 564 de J. S. Bach.

Lugar: Sala María Cristina

En el mundo de la música, especialmente aquella dedicada al gran repertorio, no cabe la casualidad y mucho menos el interés por condicionar las preferencias del público. Primero, porque la estrategia, por muy estudiada y comercial que sea, tarde o temprano decae engullida por su propia fragilidad y el músculo débil sobre el que se levanta. Al final, todo se reduce a una cuestión extramusical, que, como tal, no entra sobre el fondo que es la propia música. Y es que estos fenómenos paramusicales se levantan sobre experiencias que escasamente contribuyen a resaltar el talento o la técnica del intérprete. La música clásica está llena de estas pequeñas andanzas como el escándalo de Joyce Hatto y sus milagrosas grabaciones.

No existe el milagro y sí el talento, no cabe la impostura porque en la técnica están todas las herramientas para que los verdaderos protagonistas sean la partitura y todo aquello que el compositor quiso volcar entre sus páginas. Esto lleva a la conclusión que en el piano de J. Rhodes hay más arroz que pollo por mucho "coño", "joder" o cualquiera otro de los exabruptos con los que trufa las intervenciones con las que prologa las obras en programa ¿Puede por tanto James Rhodes ser considerado ínterprete? Absolutamente no; sencillamente es una meritoria, en el mejor de los casos, 'alma libre'. Considerarlo de otra manera llevaría a despreciar el trabajo de tantos buenos músicos.

El fenómeno Rhodes venía acompañado de ciertas perlas -nuevamente extramusicales- que el propio desarrollo del concierto fue colocando en su contexto real. Y aquí real adquiere especial valor porque a eso se resume el trabajo de oyente activo en estos recitales; ser capaz de abstraerse del producto comercial para descender a la propuesta musicológica: una torticera divagación sobre el interior de Bach, Beethoven y Chopin. Asumiendo esta idea como cierta la interpretación en el piano sencillamente nunca afloró porque ni en técnica ni en valor artístico hubo forma de descubrirla. Acompañar al intérprete sobre sus ideas musicales.

Rhodes es como un surtido de galletas industriales: puro packaging. Su Chopin apetece una figura deformada, sin acento, carente de cualquier intimidad, con dinámicas descaradamente adaptadas a su piano, a su idea, a su ego, que es mucho y nada ayuda a entenderlo. En el caso de la Sonata 'Pastoral' de Beethoven dominó la ejecución lineal, plana y carente de cualquier hilo conductor o discursivo. El momento cumbre del recital -decididamente cortito en minutación total y que para el caso hay que agradecer enormemente- llegó de la mano de la Toccata, adagio y fuga de J. S. Bach, en arreglo de Busoni, cuya fuga (con su correspondiente guarnición de notas falsas) fue escandalosamente diseccionada y modificada en dinámica; más pareció un gospel que página del genio de Santo Tomás.

Rhodes aburre y lo hace con tanto empeño que hace incluso dudar a quien amablemente se acerca a contemplar el fenómeno. Este producto pasará con la misma inexorable verdad como ha sucedido en otros casos, víctima de su propio espejismo. El escaso sentido del ridículo del piano de Rhodes contrasta con el bochorno que alimenta a quienes con honestidad intentan comprender su música y se percatan de la burla a todos esos otros músicos que luchan a fuerza de técnica y talento y James Rhodes desafortunadamente carece.