Todo lo que históricamente se le puede atribuir a la revista Litoral como motor de la poesía y fiable salpicadero de la modernidad queda especialmente reflejado en El automóvil. Poesía y arte sobre ruedas. Este monográfico despliega la a priori inabarcable relación de los coches con variadas disciplinas culturales, a través de casi 300 páginas en las que no se pisa el freno a no ser que aparezca Guillermo Busutil reencarnado en el autoestopista que fue. En el punto de partida ya ruge la velocidad abrazada a la sentencia pionera con la que los vanguardistas celebraron que «el automóvil de carrera es más bello que la Victoria de Samocracia», con Marinetti como chófer de una apreciación tan contundente.

«El coche ha sido y será siempre la reina de la belleza de todas las máquinas», afirma en la siguiente curva el director de la revista, Lorenzo Saval. A su juicio, los culpables de tanto prodigio son «seres como Henry Ford con su Ford T, Ferdinand Porsche, artífice de coches míticos como el Mercedes Benz SSK y el escarabajo de Volkswagen, Harley Earl con sus Cadillacs y Corvettes, Frank Hershey y su espectacular Thunderbird, L. David Ash creador del Ford Mustang, Giorgetto Giugiaro que fue elegido el diseñador de coches del siglo con BMW, De Lorean, Lotus o Maserattis entre sus diseños, o Sergio Pininfarina y sus ferraris que nos enseñaron el rojo exacto e imposible que debe que tener el deseo». En la antología de textos que, con el título de Coches marcados, irrumpe al comienzo del viaje Jaime Gil de Biedma evoca desde un Chrysler a un Duesenberg, Andrés Neuman se queda con un Peugeot, Elías Moro con un Volkswagen, Juan Carlos Mestre conduce una Citroneta azul, Jeymer Gamboa se decanta por un Land Rover y Manuel Vilas arranca un Audi 100 de tercera mano. Además, Un Rolls Roice transita por un poema de Ben Clark mientras, sin salir de la misma página, otra de estas reliquias circula por las venas de Juan José Téllez: «Por mi sangre corre el vértigo de un Rolls». Si esta entrega fuese una de esas carreteras secundarias borrachas de curvas y doble sentido, el coche que podría ser todos los coches de Raymond Carver deslumbraría a la daliniana Venus de los neumáticos. Hay coches míticos y coches desmitificados: «Un paisaje se conquista con las suelas del zapato, no con las ruedas del automóvil». Palabra de William Faulkner que se une al crítico alegato de Pessoa: «El automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad, es ahora una cosa donde estoy encerrado». Cuando los escritores miran por el espejo lateral de su vehículo, salen poemas como Los ojos del retrovisor, de Joan Margarit, o disparos con letras tan certeros como los de Javier Puche: «Retrovisor: espejo favorito del Nostálgico». Y ahí no se queda la simbiosis literaria del automóvil. También hay musas que han mutado en ventanillas, faros, volantes, frenos, parachoques o parabrisas. Y hasta las gasolineras surten poesía. «Humo de la gasolina sobre el asfalto y la lluvia», cantaba Jorge Guillén. «En las gasolineras se funden los glaciares», proclama Benjamín Prado. Y en las carreteras empiezan y terminan poemas como el que José Luis González Vera consagró a la ronda oeste malagueña: «Ahora circulo rápido por ella, evita retenciones, engaña a la ciudad y me devuelve con desprecio el peaje obligatorio de las horas que entrego cada día».

Del tubo de escape de este Litoral también emanan fotogramas. Charles Chaplin se pone al volante de un Pierce Arrow, Marlene Dietrich ilumina un Cadillac Town, Rita Haywort acaricia un Lincoln Continental, Humphrey Bogart descansa sobre un Jaguar o Marilyn Monroe eclipsa a un Singer. Y, del mismo modo, por esta carretera con páginas como kilómetros de intesas también circulan Jimi Hendrix en su Corvette, Frank Sinatra en un Ford Thunderbird, Elvis Presley en su Cadillac o Chuck Berry se asoma por la ventanilla de otro Ford Thunderbird que ruge junto al artículo del periodista Manolo Bellido titulado Pisa el acelerador.

En esta autopista casi sin límites se habilita, igualmente, un arcén para los coches de juguetes que firmaron Picasso, el recientemente desaparecido Stefan von Reiswitz o Joaquín Torres García. Este arte tan lúdico solo le concede una tregua a los coches de verdad, que reaparecen transformados en los taxis a los que le cantaron Rafael Guillén, José Moreno Villa o Eugenio D'ors. «Escaparates y taxis reflejados camino a casa», que escribiría Rafael Fombellida. Y, también, autobuses. Para viajar «culo contra culo» en los versos de Leopoldo María Panero. Y coches patrulla, coches fúnebres como el de Charles Simic, camiones de la basura conducidos por la poesía de José Emilio Pacheco o Antonio Cabrera y Eduardo García, quienes ya sienten el motor de la vida desde el cielo.

En definitiva, coches. Malditos coches como los que le cortaron las piernas a las biografías de Isadora Duncan, James Dean, Jackson Pollock, Albert Camus, Grace Kelly o Manuel Altolaguirre y ahora son rescatados de aquellos trágicos accidentes por Litoral. Bendito desguace. Llevaba razón Ángel González, hasta los bólidos son carne de chatarra y fogata: «El fuego igualará las ruedas y los vástagos, confundirá los muelles y los émbolos, devolverá las tuercas desgastadas a la inercia y la nada minerales, a la materia original de donde surgirán otras formas limpias, puras, libres acaso para siempre del estigma fatal de la chatarra».