Hay artistas cuya obra va mucho más allá de las piezas que nos han legado. Eugenio Chicano, por ejemplo: su testamento no está sólo en sus cuadros, en sus colores vibrantes y formas sensuales y vitalistas, sino también, y quizás sobre todo, en la fundación de esa conciencia cultural de la que ahora por fin presume su ciudad, Málaga. Disfrutamos del vigor y la constante curiosidad inquieta de Chicano durante muchos años, y ahora, lamentablemente, toca llorarlo: el artista ha fallecido a los 84 años tras sufrir una doble parada cardiaca que le mantuvo varios días en la UCI del Hospital Clínico.

La relevancia de Eugenio Chicano (Málaga, 1935) va mucho más allá de la de su propia obra. Sí, introdujo aquí algunas de las constantes de muralistas como Siqueiros, importó las claves del arte pop y lo aplicó a una denuncia social clarísima; colaboró decisivamente en que las artes gráficas fueran vistas como una disciplina más y un infinito etcétera de aportaciones puramente artísticas. Sin embargo, la centralidad de Chicano radica en sí mismo, en su labor como observador y vigilante de una realidad cultural, la de su entorno más cercano, a través de unos ojos siempre críticos pero activos: de hecho, el Museo de Málaga le debe mucho al pintor, capitán del movimiento social y ciudadano para la recuperación de la Aduana. Y siempre con luz y color, porque hasta al cartel de esas protestas -diseñado, cómo no, por Chicano- le imprimió los colores y luminosidades tan suyas, tan de cualquiera que ama la vida por encima de todo.

También fue Eugenio Chicano el máximo responsable de la Fundación Picasso-Casa Natal -cuando pocos entendían el privilegio picassiano del que goza Málaga. El encargo del entonces alcalde, Pedro Aparicio, y, sobre todo, la aparición en escena de Mariluz Reguero, encargada entonces de la Sociedad Económica Amigos del País (...y futura mujer de Chicano), le hicieron regresar a su tierra tras un fructífero periodo artístico en Verona (Italia).

Idea

Entonces tuvo que luchar con la idea instaurada en Málaga de que Picasso es «un hijo de puta y un mujeriego»; y lo hizo con un puñado de diapositivas yendo de sitio en sitio de la ciudad explicando quién fue realmente Picasso. Y dio para anécdotas: «Una vez se me rompió el aire acondicionado de mi estudio. Y me mandaron un tío de Carrier. Lo arregló y le pregunté: ¿Qué le debo? Y me dice: Nada. Usted estuvo en La Palmilla, nos enseñó a Picasso y me lo pasé muy bien. Así que no le cobro nada. Y nos sentamos a tomarnos una cerveza». Sin alcohol, porque Chicano fue abstemio prácticamente toda su vida, desde que se dio cuenta de que los elixires no siempre a los pinceles le traían el mejor arte.

Chicano fue, además, socio fundador de la Peña Juan Breva -mucho antes de que la Unesco catalogara el jondo como patrimonio de la humanidad- y del Ateneo de Málaga. Lo que muchos llaman ahora el boom de la Málaga cultural necesitaba de cimientos como el que aportó Chicano; así que, sin quererlo, el pintor y grabador también ha resultado ser un pertinaz cincelador de una ciudad que, insistimos, quizás sea una de sus grandes obras.

Y, claro, está el Eugenio Chicano artista, el creador que desde los 14 años recortaba todo lo que leía en prensa sobre su gran mentor en la lejanía, Pablo Picasso; el hombre que necesitaba libertad para crear y que la encontró en su adorada Italia y quien logró tener obra suya en el Museum of Modern Art de Nueva York (MOMA). «Chicano es el más genuino representante del arte pop español y su trayectoria ha sido un valladar de capital importancia contra los innumerables intentos de banalización que se han dado y se siguen dando en nuestro país con respecto a la cultura popular. Gracias a la mirada de Chicano hoy podemos disfrutar de la cultura popular como Gran Cultura, con mayúsculas y sin complejos», describió con acierto Salvador Moreno Peralta en el catálogo de la muestra Paisajes andaluces.

Aunque en su vida y en su obra siempre hubo muchos viajes: solía contar Chicano que cuando, de joven, cambiaba de rumbo artístico, su padre, comerciante, le decía: «Pero, Eugenio, ahora que tenías una clientela...». Finalmente encontró norte y rumbo creativos: fue el único miembro de la Generación de los 50 que jugó con los códigos de la imagen popular, con los iconos reconocidos y reconocibles por todos. Arte de la gente y para la gente, popular pero exquisitamente ejecutado, sin lugares comunes ni ripios. Así era la Málaga, la Andalucía, que veía y reconfiguraba en sus cuadros: una forma de vida propia, luminosa, «sin ripios» (decía), ni clichés.

Pintar

Eugenio Chicano no sabía hacer otra cosa que pintar, porque, como siempre decía, «pintar es un estado del alma». Así que nunca colgó los pinceles de su estudio-taller, tan cerca de su casa, en la Victoria. Jamás los abandonó a su suerte, como su adorado Picasso. El año pasado expuso en el Palacio Episcopal Aguatintas por seguiriyas, una serie en la que logró un reto largamente acariciado: «Siempre quise pintar el flamenco, pero me terminaba pareciendo una cosa inabarcable». Lo consiguió, no sin obstáculos: el pintor padeció una doble neumonía durante la génesis de esta exposición.

Pero a Chicano, en realidad, también se le dio muy bien otra cosa: vivir. Amar y ser amado, dar y recibir, compartir. Fue casi hermano de Rafael Alberti, amigo de los cantaores y los tocaores, insaciable devorador de testimonios de creadores como Luis Rosales, Dámaso Alonso, Pepe Hierro, Félix Grande... Un gran tipo que dedicó buena parte de su vida a aprender a vivirla, junto a los demás: se sentaba junto a curas, también con sacrílegos; nunca guardó rencor a nadie, ni siquiera a su tierra, de la que se marchó durante casi veinte años porque en su ciudad se sentía «peligrosamente incómodo».

Y eso está en sus cuadros, y también en la Málaga que ha contribuido a dejar para que otros, sus paisanos, podamos disfrutarla, criticarla e intervenirla para hacerla más luminosa, vibrante, mejor. Descanse en paz.