No se podía ser más elegante, ni más generoso, ni más cálido en el abrazo y en la palabra. No se podía ser más amigo, más honesto en los afectos, más limpio en la mirada. Era Eugenio Chicano, mi amigo, y se me acaba de morir dejándome huérfano otra vez, como me dejó huérfano Manolo, hace solo unos meses, como me va dejando la vida a cada rato.

Habíamos estado tramando, durante meses, un número especial de la revista del Ateneo de Málaga, dedicada en exclusiva a él. Fue una ocasión, como tantas, para visitarlo, para estar junto a él, para disfrutar de su amistad. Para sentarnos y charlar. Y se ha ido a una semana justo de la presentación de este número que contiene toda su obra, todas sus facetas, todos los primas del inmenso artista que era.

Hay cosas irremediables, esto hay que asumirlo. Ahora mismo, que me acabo de enterar de que se ha ido, y que no puedo dejar de llorar, me he sentado a escribir sobre él para recordarlo porque no sé hacer otra cosa, porque soy escritor como él era pintor, a tiempo completo, a todas horas, porque eso también es irremediable.

Hace casi nada, una tarde, en su estudio, con una luz filtrada que entraba por el ventanal, nos sentamos a charlar. El rumor de la vida llegaba desde la calle. El tiempo, la luz y la vida llenando el estudio y Eugenio y yo sentados, mirándonos a los ojos, hablando de su vida, haciendo memoria. Una entrevista, una de esas pocas cosas que sé hacer en la vida. Al poco de empezar a hablar ya no me miraba a los ojos sino al fondo, a un punto indeterminado del espacio. Y yo supe que no era descortesía, no en ese hombre exquisito, reposado, profundamente culto. No. Era otra cosa. Uno mira al fondo para mirarse a sí mismo. No se lo dije entonces, pero le agradecí profundamente aquel ejercicio de sinceridad, ese honesto modo de responder, de contarse a sí mismo en mi presencia.

Me dijo muchas cosas aquella tarde. Yo creo que casi todo. Inolvidable su calma, su forma de entender la vida, su bondad. Y al final, ya la tarde caída, me volvió a mirar a los ojos y me dijo: “Por encima de todo, cuando vas decantando y va saliendo tu obra, y la ves por ahí en un museo, o una buena galería, te sale la satisfacción de lo que has logrado… Que el arte haya servido a través de lo que he hecho, ya me han pagado con creces… Dejas un halo de empeño, de belleza. Y si eso tiene un discurso aleccionador, sin direccionismo, pero con un cierto matiz de crítica, de humanidad, pues mejor. Todo eso de la posteridad suena a romanticismo barato, a cosa interesada, pero tiene un poso de verdad, es trascendente. Hay conceptos muy sutiles, el discurso, la comunicación, y todo es muy misterioso. La gran belleza de esto es que ahí queda, que es verdad”.

Pues ahí queda, Eugenio Chicano, eternamente.