Antonio del Pino ha sido el músico que ha distinguido el Ayuntamiento de Málaga con el premio a la Mejor Labor Musical del año, algo que viene a reconocer el merecido trabajo del músico malagueño. La costumbre indica que la distinción la haga el primer edil en pleno recital de la OFM; como ya es tradición aprovecha la oportunidad para anunciar, entre risas del respetable, que esta vez sí el auditorio será una realidad cercana. La excusa, peregrina como las anteriores, fue las celebraciones del 150 aniversario del Teatro Cervantes. El resultado del anuncio, como era de esperar, tan ridículo como trágico; de ahí la guasa.

Anécdotas aparte, el sexto abono de la Filarmónica de Málaga reservaba, sin su batuta titular, la que probablemente es la página más icónica y universal de todo el repertorio y la más susceptible de apropiación como así ha mostrado la historia desde su estreno vienés. Hay tantas novenas como receptores y ése es quizás el mayor valor que posee. En ellas convergen la sinfonía, el concierto o la cantata armada alrededor de distintas formas musicales entendidas desde una perspectiva de heroico desenlace. Nada de estas ideas tuvo esta esperada Novena desprovista del más elemental criterio musical hasta transformarse en puro exabrupto artístico a todas luces evitable y que no encuentra ni explicación y mucho menos disculpa. La Novena es una suerte que trasciende en su anotación lo puramente impuesto o moral para ofrecer esa ansiada gracia universal asentada en la realidad terrenal defendida por Beethoven torpedeada la pasada velada.

La primera parte del recital, dedicada al Concierto para piano Nº2, no fue mejor: dirección musical cargada de controversias, ausente de ideas sin hilado o encuadre y nula complicidad con el piano de Juan Barahona, ejemplificado en el adagio central; todo unido a la ausencia de dinámicas, el cuidado de las modulaciones o el gusto por los acentos terminó en un jardín de difícil salida todo más propio de quien o quienes no ven lo que escuchan y que resume el concierto pasado.

Ante la Novena, los atriles de la OFM optaron nuevamente por el modo de oficio plagado de entradas imprecisas y levantando un inexpugnable muro sonoro sin forma y sin contraste que, llegado a la cantata del cuarto movimiento, movería al Coro de Ópera (negado de cualquier oportunidad) a momentos de puro alarido, habida cuenta de la alucinante sombra de la batuta invitada, incapaz de descender del fortísimo que dominó esta ejecución sumaria de la Novena beethoveniana. Tampoco se salvó del naufragio el cuarteto solista, incapaz del mínimo empaste con un tenor que omitió los agudos marcados sustituidos por desvergonzados bostezos; la contralto sencillamente se la engulló la orquesta y del escaso talento del reparto tan sólo destaco los esfuerzos de la soprano. Alguna vez sería de agradecer que los currículos artísticos estuvieran a la altura del programa.

Por todo lo escrito cabe afirmar que no hubo Novena; tan sólo una sinfonía huérfana, secuestrada si lo prefieren, nula de credibilidad e incómoda para el oyente sumado a lo que empieza a perfilarse como protesta encubierta que se califica por sí sola. Inaceptable.