Seguro que les suena de algo el titular. Puede ser el nombre de una novela, Promesas de arena, de Laura Garzón, o el nombre de una serie, Promesas de arena, que finalizó hace dos lunes en La 1 con mucha pena y poca gloria. He dejado a propósito pasar capítulo tras capítulo de la serie porque estaba en un sin vivir, en un tris, eso de no saber si echar mano del abrigo o del bañador. Miren, las caras de Andrea Duro, la protagonista del folletín, no han ayudado mucho, o sí, para echarse al monte. “Order, order”, como diría John Bercow, el ex presidente del parlamento británico, pero sin la mala hostia y guasa que se gasta el menda. Vayamos por partes, por orden. Promesas de arena se desarrolla en el libro en Israel, según leo en Wikipedia, pero aquí nos interesa la serie, y en la serie la cosa se vive en Libia, en un hospital dirigido por la cooperación española en manos de la ONG Acción Global. Es un lugar atractivo y peligroso, sobre todo para quien llega de un país cómodo como el nuestro y tiene el corazón fácil. O sea, conflicto amoroso y terrorismo de islamistas endemoniados, tráfico de armas y nativos que son tan guapos como sucia y oscura su alma, y tensiones personales que genera el deseo y el amor. Más o menos. Además, qué más da. No habrá segunda temporada de Promesas de arena, así que si te vi, no me acuerdo. El guapo oficial es el malo, un malote de esos que saben a donjuán de playa, un tal Francesco Arca, italiano que concursó en la versión de allí de Mujeres y hombres y viceversa, en La granja, o en Pekin exprés, es decir, un experto en programas basura, en televisión de poca monta, vulgares y necios. Hace de Hayzam en Promesas de arena, y en las redes se decía “es un borde, pero está buenísimo”. Ya está. Lo demás, un disparate. Los trucos y giros de guión, ruinosos. Los efectos especiales, de risa. Andrea y Francesco, tal para cual. Y así todo. No importa. El trago ya pasó. Y aquí hablo de Promesas de arena porque el titular me mola. Se acabó.España nos roba

Pero además de esas promesas en este final y comienzo de año hay otras que son de arena y se las lleva el viento, como adelgazar, gastar menos, consumir menos agua, no pecar para que dios no mate otro gatito indefenso, no ver otra larguísima edición de Gran Hermano -en realidad, las marcas han obrado el milagro de su muerte retirando en bloque la publicidad, el único lenguaje, el del dinero, que entiende Paolo Vasile-, no creerme los lloros de Adara, la ganadora, madre mía, madre mía, dice la mujer todo el rato con las manos en la frente como una actriz antigua, no cabrearme ni tomarme en serio cuando vea a Inda, no hacer cuentas de lo que diga nadie al que presenten como “periodista de Ok Diario”, tomarme a broma, pero con miedo, los disparates de la gente de Vox, no sé, prometer con la solemnidad debida que no me afecta nada enterarme de que Milagros Jiménez, conocida como Mila en el submundo, en realidad es la que ha ganado lo de Gran Hermano, ha ganado más dinero que la ganadora del concurso, la mentada Adara. Frente a las migajas de esta chica, la suculencia bancaria de Milagros. Nada menos, calculan, que cerca de 350.000 euros en unos meses. Es decir, más que la gente que se dedica a la investigación del cáncer en un puto año, más que la profesora de tu hijo, más que tu médico de cabecera, más que los hombres y mujeres que cuidan a las personas mayores, coño, más que el presidente del Gobierno, en funciones, a pleno rendimiento, o mediopensionista. Y sin duda, más que usted, salvo que sea un Jordi Pujol, Jordi Pujol i Solei, ex presidente catalán, uno de los tantos que ponía la vena de María Patiño hasta el culo de gorda gritando que “España nos roba” y ahora se entera uno de que era él quien robaba porque no tributó a Hacienda un puñado de billetes que ronda el millón, ay, pero la cosa ha prescrito. Bien, prometo sobre la arena de esta rabia tonta que no me tiraré al tren y seguiré como si tal cosa con la vida.

Cachitos

En el Masterchef de los chiquillos, que empezó el lunes -aún no hay Masterchef de rubios, Masterchef de doctoras, Masterchef de quinquis, Masterchef de peluqueras, pero nunca es tarde- me entero de que hay una nena que tiene un truco infalible para que todo salga bien, rezar antes de empezar. Pero esta redicha no tiene las habilidades del resto, que son pura exhibición de mocosos que tocan el piano, que han escrito un par de libros y están con su primera novela, que tienen un canal en Youtube , que hacen los muy jodidos esferificaciones -palabreja más abultada que su escaso metro y pico-, o un gazpacho andaluz siendo catalán -hala, Quim Torra i Pla, tómate esa- que no se lo salta una liebre y además tienen como artista de cabecera a Paco Martínez Soria y recitan de carrerilla sus obras completas. Suficiente. Ahora entiendo por qué me desconecté de Masterchef como se desconecta uno de un amor tóxico, sea el que sea. Los monos, ni en la feria. Raro que es uno. Así que prometo sobre la arena de esta pieza no volver a ver un programa de este formato. Dicho queda. Y no creo que la promesa se la lleve el viento, que para estas cosas soy muy estricto. Nada que ver con los veletas que manejan Atresmedia, que vuelven una y una vez a las andadas. Como por ejemplo, La isla -un Supervivientes a lo bestia-, que amenaza con instalarse en La Sexta, nada menos que en La Sexta. Lo bueno, que lo tiene, es que no lo presentará como la otra vez Pedro García Aguado -Hermano mayor, Cazadores de troll- porque, ay, pillín, diste el salto a la política como director general de Juventud de la Comunidad de Madrid en los mullidos colchones del PP, Ciudadanos, y Vox, droga dura, colega. Otra cosa que sí prometo, y a ciegas, sin saber el menú, es que dentro de un par de días, cuando las teles ofrezcan sus menús caducos, sus mascaradas musicales, cuando despidan un año y abracen el nuevo con sus pamplinas, servidor y un grupito de serenos escépticos, de ver algo será lo único potable, Cachitos de hierro y cromo en La 2. Va por ustedes. Buena entrada de año.