Si los famosos diarios de Samuel Pepys constituyen una ventana impagable, llena de vida y color, a la Inglaterra del siglo XVII, los escritos del diplomático chileno Carlos Morla Lynch (1888-1969) suponen la mirada más fascinante al proceso de auge y caída de España durante la primera mitad del siglo XX, con la ventaja de que el diarista es una persona bastante ecuánime y, aunque extranjero, digno de esa vapuleada 'tercera España' a la que perteneció el periodista Manuel Chaves Nogales, también presente en estas páginas.

Y así, en una primera parte, la que va de 1928 a 1936, los diarios de este avezado diplomático, músico y escritor chileno abordan la eclosión intelectual de la Edad de Plata de las artes españolas, mientras que a partir de julio del 36, el día a día está sumido en el horror de la Guerra Civil, hasta la finalización de la contienda, que coincide con la posterior marcha del diplomático a otro destino harto delicado: el Berlín nazi.

La editorial Renacimiento ha tenido el acierto de agrupar los diarios en dos volúmenes con el título de 'Diarios españoles', pues en 2008 aparecieron en la misma editorial como dos volúmenes separados: 'En España con Federico' -originalmente publicado en nuestras país en 1958 y censurado- y 'España sufre'. Así pues, la reedición aporta la unidad que siempre tuvo la obra.

La paradoja es que este diplomático nacido en París y destinado en la capital francesa acogió con cierta desgana el ser enviado en 1928 a Madrid, ciudad en la que fallecería en 1968, pues a la capital de España quiso regresar cuando acabó su periplo profesional por medio mundo. España le fascinó a todos los niveles, por eso en sus diarios lo mismo recoge, maravillado, una recepción en el Palacio Real ante Alfonso XIII y Victoria Eugenia que expresa su fascinación por el Madrid populachero de tascas, toros y flamenco.

El propio escritor aclara que el propósito de publicar los diarios del periodo 1928-1936 obedece a ofrecer un retrato íntimo de Federico García Lorca, con quien fraguó una profunda amistad. Y lo cierto es que junto con 'Lorca y su mundo' -las evocaciones de Francisco García Lorca, hermano del poeta- estos diarios conforman el retrato más completo y entrañable del genio granadino.

Las páginas de Carlos Morla Lynch transmiten la humanidad, el encanto y el caudal de alegría que -aseguraban quienes le conocieron- transmitía el de Fuentevaqueros: «Nos tiene atados a su elocuencia, que obsesiona por su diversidad y rapidez, su colorido y amenidad; caleidoscopio que, por momentos, adquiere los resplandores rutilantes de los fuegos artificiales».

Lorca corresponderá a la amistad del chileno y su esposa, Bebé Vicuña, nada menos que con la dedicatoria de 'Poeta en Nueva York', mientras que una nueva edición de sus 'Canciones' de 1924 estará dedicada a la hija recién fallecida de la pareja, que el poeta no llegó a conocer. «Lo he hecho así porque sois buenos y porque os quiero», les confesó.

De la mano de Carlos Morla Lynch viajamos por España con Federico García Lorca, conocemos su pavor y al mismo tiempo atracción por la muerte y lo que habrá detrás; leemos el impacto que causaron en el diplomático y su entorno la primera lectura de obras todavía no publicadas o estrenadas por Lorca como 'Yerma' o 'La casa de Bernarda Alba' o asistimos a la gestación del proyecto de La Barraca.

Y junto a Lorca desfilan casi todos los miembros de la Generación del 27 y de la Edad de Plata española, desde Alberti a Unamuno, desde Pedro Salinas a Gerardo Diego, el doctor Marañón, Aleixandre, Neville, Buñuel, Azaña, Ortega y Gasset o el -para Morla- magistral, hierático, inescrutable y seco Juan Ramón Jiménez.

Además, dos grandes poetas aparecen en estas páginas especialmente retratados: Luis Cernuda y Manuel («Manolito») Altolaguirre. Carlos Morla logra vencer la hosquedad del primero, fruto de una tormentosa vida interior que al chileno le fascina; en cuanto a Altolaguirre, le dedica una de las semblanzas más generosas de todo el diario por su infantil inocencia y un optimismo a prueba de desgracias: «Oírle expresar lo que siente y le conmueve es algo así como esas lluvias finas y sutiles de primavera sobre un prado de margaritas», escribe del malagueño.

Diríase que el propio diplomático chileno se encuentra imbuido por el halo de la poesía en esta primera parte, en la que los acontecimientos de la vida intelectual española, que son los que predominan, se mezclan con la caída de la Monarquía, el advenimiento de la II República, la Revolución de Asturias y finalmente, la insurrección de los militares de Marruecos en el 36.

Y aquí viene otra paradoja, porque el diplomático que se convertiría en un abnegado y discreto héroe capaz de salvar la vida a unos dos mil españoles de los dos bandos -por la lógica de la marcha de la guerra, en su gran mayoría del bando franquista-, no fue capaz de salvar a su gran amigo Federico García Lorca.

En este sentido, resulta conmovedora la escena del momento en el que Morla conoce el destino final del poeta: Al diplomático le están limpiando las botas en la Plaza Mayor cuando escucha a unos vendedores de periódicos vocear el fusilamiento de su amigo. «Recibo como un golpe de maza en la cabeza, me zumban los oídos, se me nubla la vista y me afirmo en el hombro del muchacho que sigue arrodillado a mis pies...».

Salvar vidas

El tono festivo, poético, a veces elegíaco de la primera parte se torna administrativo pero también apasionado, a la hora de describir los horrores de la guerra, pues el autor vivirá toda la defensa de Madrid hasta la entrada de las tropas franquistas.

Conocemos aquí las importantísimas gestiones realizadas por Carlos Morla, encargado de Negocios de la embajada chilena, a la hora de dar asilo, tanto en las diferentes dependencias de la embajada repartidas por Madrid como en su propia casa, primero a españoles de derechas como el famoso dirigente falangista Rafael Sánchez Mazas y cuando las tornas cambien, a españoles de izquierdas, entre ellos a Miguel Hernández, por quien intercede de forma reiterada, aunque por desgracia, el poeta pastor no aprovechó la ocasión.

Aquí es donde se nos revela un hombre incansable y justo, que tendrá muchos roces con el embajador chileno, abierto simpatizante del Ejército de Franco, pese a que el mismo diarista sea conservador. «La caída de Málaga ha levantado los ánimos -de los asilados, se entiende-; yo considero el triunfo de los dos bandos como un desastre», escribe en febrero del 37.

Los diarios son un enorme documento histórico, dado que Morla tiene acceso a las primeras autoridades republicanas a las que se toma la molestia de retratar no sólo como políticos, también como seres humanos, como es el caso del socialista Julián Besteiro, quien le impresiona tanto como Azaña o el malogrado José Antonio Primo de Rivera.

Con Morla seguimos a diario no sólo la marcha de la guerra, también la sufrida vida de Madrid, con sus bombardeos, sacas, luchas internas, carestía de alimentos o su escuálida vida artística, reducida a unas funciones de Pastora Imperio.

«Yo paso por todo cuando se trata de salvar vidas», asegura. Y lo demostrará cuando, todavía sin que Chile reconozca al bando vencedor, empiece a dar asilo a republicanos.

En resumen, unos diarios memorables e inolvidables, primero imbuidos de la alegría de vivir de Federico García Lorca y al paso de los años, de la tragedia de nuestra Guerra Civil.