El prolongado periodo de reclusión al que nos hemos sometido desde el pasado mes de marzo tras la aparición del coronavirus nos ha alejado de muchos de nuestros más enraizados hábitos; algunos fácilmente sustituibles por grandes dosis de lectura o por largas y tonificantes audiciones musicales en la soledad de nuestros hogares pero otros no tan fáciles de reemplazar han quedado mucho tiempo hibernados hasta que las autoridades sanitarias nos han permitido retomarlos, aunque no con la misma libertad que le dispensábamos antes del estallido de la pandemia. Durante este tiempo unos han añorado la vuelta de los macroconciertos musicales, otros el regreso a las congregaciones en bares y terrazas y muchos la práctica del desfogue deportivo en todas sus variantes.

El levantamiento del estado de alarma tras tres meses de confinamiento devuelve el foco social hacia un nuevo y esperanzador horizonte que nos está permitiendo, entre otras cosas, retomar la reconfortante, ancestral y cuasi imprescindible costumbre de visitar regularmente las salas de cine para poder disfrutar de una de las experiencias culturales más ricas, gratificantes y emotivas de toda nuestra vida: presenciar ante una gran pantalla la representación vivificante de las realidades más dispares; el eco amplificado de las emociones, de las miserias humanas, de nuestros miedos, de nuestras incertidumbres, de nuestros anhelos, de nuestras contradicciones como sujetos activos o pasivos de un fenómeno socio artístico de fuerte arraigo popular al que nos hallamos indefectiblemente unidos desde que tenemos uso de razón.

En mayor o en menor medida, el cine nos ha proporcionado suficiente nervio para enfrentarnos a las continuas oscilaciones de la vida; nos ha ilustrado sobre modelos ejemplares de comportamiento, sobre conductas manifiestamente abyectas, sobre héroes de una sola pieza, sobre antihéroes viscerales y errabundos, sobre pasiones indómitas, sobre amores irreductibles y odios enfangados; sobre dramas borrascosos y grandes comedias que revelan el veneno de la intolerancia que corroe las arterias de nuestras sociedades. El cine, en resumidas cuentas, se ha convertido en una de nuestras más entrañables e irreemplazables compañías y sin su presencia, qué duda cabe, la vida nos resultaría infinitamente más tediosa, plana y envilecedora.

Pues bien, para resaltar tan significativo momento, el sello independiente A Contracorriente ha elegido, y no por azar, Cinema Paradiso (Novo Cinema Paradiso). Una película que en su primer estreno en 1988 desencadenó un auténtico aluvión de adhesiones entre públicos de los perfiles más dispares, así como innumerables distinciones internacionales, una película unidireccional, palpitante y sensitiva, como pocas en el ámbito del cine comercial de los ochenta, que nos transfiere su potente carga emocional a través de un caudal de imágenes extraídas del imaginario popular del siglo XX y del amplio y elocuente espectro que en ese mismo imaginario han ocupado y seguirán ocupando las creaciones cinematográficas más paradigmáticas, aquellas que nos han ido acompañando a lo largo de nuestra provecta e insaciable andadura como espectadores desde tiempos inmemoriales. Es, como diría Ricciotto Canudo, el supremo precursor de la teoría cinematográfica durante la primera década del siglo XX: «Este prodigio nacido de la Máquina y del Sentimiento que mueve el corazón de los hombres y nos incita a reinventar constantemente nuestras vidas» (Manifiesto de las siete artes).

En cualquier caso, la temática que afronta Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso no es nueva, ni la pasión sin paliativos que vuelca en todas y cada una de las imágenes de la película resultan ajenas a la profunda veneración que siente por su profesión desde que se produjo su debut tras las cámaras en 1981 con el cortometraje documental de la RAI Ritratto di un rapinatore. Cinema Paradiso. Su segundo largometraje de ficción, con el que obtuvo el Oscar, el Bafta y el Globo de Oro a la Mejor Película de Habla No Inglesa, así como el Gran Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes, es, por encima de cualquier estimación crítica, una obra rabiosamente personal y como tal se enfrenta a todos los riesgos que derivan de un trabajo donde prima la subjetividad y la emoción personal sobre todo lo demás. Una ecuación que le ha supuesto un sorprendente reconocimiento y la constatación palpable de que el cine, más que ningún otro arte, genera en el espectador un espíritu particularmente devocional, de entrega absoluta, con el que enlaza directamente con el ámbito de las ensoñaciones.

Contexto

Si la entendemos en su propio contexto, es decir, si la valoráramos como un auténtico acto de fe sobre el Séptimo Arte, que es lo que se infiere tras sus repetidos visionados, nos encontramos ante una pieza desgarradora, auténtica y plenamente coherente con la inalterable vocación artística que siempre profesó el gran Tornatore. La película, que puede resultar a ratos algo más almibarada de lo permitido por el decálogo de la crítica moderna, galopa a lomos de la relación sentimental entre Alfredo (Philippe Noiret), el viejo proyeccionista de la única sala que sobrevive en un pequeño pueblo al sur de Italia y Salvatore (Salvatore Cascio/ Jacques Perrin), un niño que sueña con ejercer el mismo oficio que Alfredo, al tiempo que se sumerge cada vez más en el hipnótico universo del cine hasta convertirse, con el paso del tiempo, en un cineasta de éxito en toda Europa.

Noiret, el veterano Jacques Perrin, la espléndida Brigitte Fossey y una extensa nómina de excelentes actores secundarios integran este meritorio e inolvidable tributo al cine cuya esencia queda magistralmente registrada en la memorable secuencia final -y aquí no hay spoiler que valga- donde Salvatore, tras asistir al entierro del entrañable Alfredo, contempla visiblemente emocionado el legado que le dejó del viejo proyeccionista antes de su muerte: un montaje de despieces de viejas películas que recoge toda una antología de escenas de amor protagonizadas por muchas de las grandes estrellas de todos los tiempos. Eran los restos que obligaba a seccionar el párroco del pueblo con su severa mirada inquisidora cada vez que aparecía alguna secuencia subida de tono que infligiera las normas no escritas de la moralidad vigente en la Italia de la inmediata posguerra.