El mismo año y casi en el mismo mes que el Ejército norvietnamita tomaba la ciudad de Saigón, propinándole a las tropas norteamericanas una de sus más bochornosas derrotas y poniendo así punto y final a la larga y devastadora guerra de Vietnam, el prolífico realizador japonés Akira Kurosawa (Tokyo, 1910/Ib., 1998), autor de obras monumentales como El ángel ebrio (Yoidore Tenshi, 1948), Vivir (Ikiru, 1952), Barbarroja (Akahige, 1965), Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, 1980), El trono de sangre (Kimonousu-jo, 1957), Los sueños de Akira Kurosawa (Dreams/Yume, 1990) o Ran (Ran, 1985), iniciaba el rodaje de lo que más tarde se convertiría en la propuesta fílmica más aleccionadora, sosegada y pacifista de aquellos descorazonadores años: Dersu Uzala, el cazador (Dersou Ouzala, 1975). Una respuesta excepcional, según apostilló en su día el crítico del New York Times, a la barbarie desatada por los delirios geoestratégicos que alimentaban la rivalidad y la destrucción entre los dos grandes bloques ideológicos que fraccionaban el escenario político del planeta.

Con esa proverbial sencillez que le caracteriza a la hora de cristalizar en la pantalla su particular cosmovisión del mundo el creador de tantos filmes memorables, del que no pocos maestros del cine contemporáneo se siguen sintiendo deudores, logró superar la profunda crisis personal que le sobrevino tras el rotundo fracaso comercial y crítico de su, por otra parte, espléndida Dodes Ka-Den (Dodes'Kaden, 1970), que lo condujo a las mismas puertas del suicidio, entregándose febrilmente al ambicioso proyecto de transformar las idílicas hazañas de Dersou, un viejo cazador de los helados bosques de Siberia (Maxime Mounzouk) y de Vladimir Arseniev (Youri Solomine), un oficial topógrafo del Ejército soviético, en una de los más expresivas y emotivas elegías a la madre naturaleza y a la amistad que ha ofrecido el cine.

Aunque llevaba años acariciando este proyecto, inspirado en la novela homónima del propio Arsenev, Kurosawa no pudo materializarlo hasta que, gracias a un encuentro fortuito con unos productores de la Mosfilm en el Festival de Moscú, pudo cerrar el contrato de coproducción que le permitiría llevarlo a buen puerto con el rigor y la autoexigencia que requería tan ambicioso empeño. Fueron largas y muy controvertidas conversaciones las que precedieron a la realización de este insólito y bellísimo filme de casi tres horas de metraje, que se alejaba por completo de cualquier parámetro narrativo conocido en la industria cinematográfica de 1975, conversaciones encaminadas siempre a la consecución de lo que sería la primera experiencia de coproducción cinematográfica entre la Unión Soviética y Japón.

Se trata, por tanto, de una película absolutamente inclasificable que nos sumerge en las entrañas de la naturaleza humana a través del relato de una intensa amistad labrada por un sentimiento de mutua admiración entre un hombre de paz, plenamente integrado en su hábitat natural, y un oficial del Ejército ruso que descubre en el anciano cazador la representación más genuina de la libertad y la independencia en contraposición a un mundo, el representado por los grandes núcleos urbanos, en el que todo funciona mediante unas reglas de comportamiento tan férreas e inflexibles como profundamente enajenantes.

De ahí que, no sólo para Kurosawa, sino para todos los que entendemos que el cine con mayúsculas, y el arte en su conjunto, es algo más que un mero ejercicio de prestidigitación visual o que una vaga excusa para escapar subrepticiamente de la realidad, Dersu Uzala constituya un ejercicio libre de interiorización que busca, como objetivo primordial, una nueva percepción del mundo a la luz de la comprensión mutua entre dos concepciones aparentemente divergentes de la existencia y la necesidad de que ambas confluyan en un punto de encuentro: la armonización y el entendimiento frente a la hostilidad y el distanciamiento cultural.

Situada a años luz de los estereotipados patrones narrativos del cine occidental, la película constituye un poema libre concebido mediante unas claves visuales lo suficientemente articuladas como para clavar los ojos en la pantalla sin pestañear. Una película provista de tal magnetismo que ni el más endurecido de los corazones podría sustraerse a su hechizo. Las aleccionadoras andanzas del entrañable campesino que se ve forzado a abandonar su medio natural y a vivir, contra su voluntad, en un enclave hostil, y el joven oficial al que salva de una muerte segura bajo las garras de un tigre, se convierte, en manos del maestro nipón, en el necesario combustible poético que alentará cada una de sus suntuosas, líricas y conmovedoras imágenes.

La historia, una simple e insignificante anécdota surgida del encuentro entre dos concepciones opuestas de la existencia, discurre con la cadencia e intensidad vital de un drama épico, coronado con una secuencia que ha quedado fijada en nuestras pupilas como un ejemplo imborrable de la sensibilidad visual de este genio irrepetible.

Merced a su milimétrico sentido de la puesta en escena, Kurosawa consigue que la humilde peripecia humana de un decrépito anciano trascienda de su propia simplicidad para transformar su figura aparentemente insignificante en un valor simbólico de alcance universal. He ahí el gran hallazgo de este cineasta: su fuerza, su intuición y, sobre todo, su privilegiado olfato para percibir la inabarcable grandeza que esconden las cosas simples en un universo profundamente inhóspito donde la comunicación, el respeto y la solidaridad se escapan como el agua entre los dedos. Y, aunque tras esta incuestionable obra maestra, nos obsequiaría con media docena de títulos igualmente inolvidables, para muchos espectadores que ya peinamos canas la figura de Kurosawa seguirá siendo la de aquel director japonés que nos contó la cálida historia de un viejo cazador que amaba las montañas y conversaba con el viento.