Cerré los ojos como si estuviese en una pesadilla y no pudiese salir de ella. Había llegado a Calcuta ese mismo día. Tras veinte horas de vuelo y ciertas dificultades en el control de pasaportes en Bombay, pisé por primera vez suelo indio en el aeropuerto internacional Chandra Bose. No eran más de las diez de la mañana y un golpe de calor húmedo estuvo a punto de tirarme hacia atrás cuando bajé del avión. 45 grados, un sol que parecía estar compuesto de arena y se pegaba a la piel.

Había quedado con José Núñez Gimeno en la terminal de llegadas del aeropuerto. Desde el día anterior ya se encontraba en la ciudad y se había encargado de buscar alojamiento para los dos. Fuera del edificio el panorama era desolador. Una muchedumbre de mendigos abordaban a los turistas, colas kilométricas de tuc-tucs y autobuses imponían su sinfonía de cláxones. Esperé durante más de tres horas, sin poder comunicarme con nadie. El inglés de los indios era casi tan deficiente como el mío. Solo quedaba esperar.

Calcuta es una ciudad sin horarios. Lo descubrí en los primeros minutos. Tampoco las normas parecen regir los límites de su convivencia. Los autobuses urbanos que transitan las calles de tierra (el asfalto es un lujo) nunca paran en las estaciones indicadas. El usuario debe subirse en marcha cuando el vehículo desacelera. Es un movimiento al que los indios están acostumbrados, incluso los más ancianos. Tras una hora de camino, llegamos al centro de la ciudad, al barrio de Chowringhee, donde teníamos el hostal.

El aspecto del casco histórico es deprimente. Durante el período colonial inglés, Calcuta fue un centro comercial de primer orden en el Imperio. Aún quedan en pie maravillosos ejemplos de arquitectura británica que se resisten a morir sepultados por los nuevos asentamientos chabolistas o construcciones de ladrillo, en el mejor de los casos. Chowringhee mantiene cierta melancolía de los tiempos del Raj. El Victoria Memorial es un palacio blanco rodeado de jardines con árboles centenarios, semejantes a un paraíso bíblico. Pero la belleza de su entorno no es más que un espejismo. El legado inglés en Calcuta muestra más dolor que su urbanismo. La ciudad parece haber quedado estancada a finales del siglo XIX, cuando los diplomáticos y comerciantes bebían gin-tonics en las terrazas asombrilladas del río Hugli, en su lento caminar cargado de ramas hacia la desembocadura en el océano Índico.

Calcuta es la ciudad más pobre de un país hundido en la miseria. Apenas un paseo por el barrio bastó para cerciorarme de este tópico. Pero uno no toma conciencia de los niveles de hambre que acorralan a millones y millones de habitantes hasta que no está entre ellos. Caminamos por los mercados, abastecidos de especias coloridas que jamás había visto.

El calor asfixiante apenas nos dejaba respirar. Los indios echaban sus esterillas bajo cualquier resquicio de sombra y detenían el ritmo de la tarde. Casi nunca nos cruzamos con viajeros durante aquel paseo desolador. Mis fuerzas llegaron al límite cuando vimos a una niña de no más de quince años beber agua de un charco en el suelo. Fue entonces cuando decidí volver al hostal.

Necesitaba descansar.Asumir que los próximos meses tendrían semejantes condiciones no fue tarea fácil. El hostal se llamaba María. Se ubicaba en Sudder Street, una calle rodeada de árboles enormes y monos que miraban con sospecha a los recién llegados. La habitación se componía de dos camas sucias y un agujero en el centro de la estancia. Era el baño. José decidió pasar la tarde explorando el barrio. Yo dormí durante un par de horas. Me despertó la lluvia golpeándome la cara. Un agua fría que se colaba por la ventana y que atraería a los mosquitos. Calcuta era también una de las ciudades más castigadas del mundo por la malaria.

Pero nunca había visto en mi vida un cielo igual. La lluvia anunciaba el monzón. En apenas unos minutos, el calor se convirtió en un torrente de agua. Se oscureció el cielo y se derramó sobre las calles de la ciudad un fragmento de océano. Yo imaginaba las calles inundadas, pero cuando salí a pasear junto a José, descubrí una ciudad nueva. Calcuta, atardeciendo, había adquirido una belleza sofisticada. Los banianos, grandes ficus que se elevaban más de veinte metros sobre nuestras cabezas, se mostraban de un color intenso. Las calles se habían limpiado. Se respiraba un aroma de flores dulces. Ya estaba preparado para encontrar la ciudad que había ido a buscar.

Y Calcuta estuvo a la altura. Descubrimos una ciudad culta en el India Coffee House, donde Tagore y otros intelectuales forjaron el pensamiento nacional indio, en el barrio universitario. Pude perderme en sus mercados como una hormiga debajo de la tierra. Los jardines donde las clases adineradas acuden a besarse en silencio, bajo las cascadas artificiales, en Maidan. Todas escenas que se superponían a la ciudad abandonada de las primeras horas. Supe que guardaría para siempre una hipocresía enorme, un sentimiento que me acompañaría a cada paso en la India. ¿Cómo apreciar la belleza tras ver a aquella niña bebiendo agua de un charco? El viajero asumió su culpa.