De un tiempo a esta parte, esa bomba rompepistas y de arrolladora simpatía que es Raffaella Carrà debe de asistir atónita, desde su retiro romano, a la reivindicación ecúmenica de su enigmática figura. Primero fueron sus letras, estandarte LGTBI y celebración avant la lettre de una sexualidad femenina libre, festiva y desbordante. Luego se viralizó una reliquia de Interviú en la que la gran dama de las lentejuelas pulverizaba clichés y afirmaba, ya en 1977, que siempre votaba «comunista». Y ahora la película Explota, explota, de Nacho Álvarez, convierte los hits de la italiana en un musical consagrado a la «Cher del sur de Europa, a una artista adelantada a su tiempo y tal vez poco comprendida -vindica el director- que fue estrella pop antes que Madonna».

Explica el cineasta, de 33 años, que descubrió a Raffaella de adolescente, en su Montevideo natal, viendo la RAI por la televisión por cable. ¿Quién era aquella señora más rubia, más mayor y más contoneante de lo que marcaban los cánones rodeada de un cuadro de bailarines? Años después de que sus padres le dieran las primeras coordenadas del fenómeno Raffaella, Álvarez hizo una inmersión en el tema vía YouTube y, ya en el 2012, compró en un mercadillo «por un euro» el primero de lo que acabó siendo una colección de vinilos. «Cuando se anunció el musical, mucha gente lo celebró. Igual no son las canciones que escuchamos por el Spotify, pero, quizá un poco como Abba, siguen despertando una energía, un algo que no sabes bien qué es pero que te pone a bailar y sentirte bien».

Ese algo llegó en 1975 por primera vez a Madrid procedente de Italia, donde ya se había convertido en el primer ombligo que aparecía en la televisión y había escandalizado al Papa con su canción Tuca-tuca, en la que, con un humor y desparpajo insólitos, cantaba -y medio jadeaba- a un deseo irrefrenable. Por entonces, Raffaella apenas tenía 32 años, pero ya llevaba unas cuantas vidas a cuestas. La diva todavía en construcción (Bolonia, 1943) había querido ser coreógrafa, pero no tuvo demasiado tiempo para las vocaciones. A los 9 años ya había aparecido en su primera película, Tormento del passatto, y tras acabar la Secundaria y asistir al Centro Sperimentale de Cinematrografía, había hecho un puñado de películas, una de ellas, Il compagni, de Mario Monicelli, junto con Marcello Mastroianni. Así, antes de poner un pie en Barajas, el ciclón platino ya había andado y desandado el camino de Hollywood -donde pronto se quitó de encima a Frank Sinatra, así como los deseos de formar parte de una entonces salvaje cofradía de «alcohol y cocaína»- y había descubierto, viendo Hair en Londres, que aquello era exactamente lo que quería hacer.

Con aquel gusto suyo tan camp por la diversión, el exceso y el brilli brilli -su modisto sabía que un escote nunca era suficientemente acantilado para la diva-, el ciclón Raffaella llegó al plató de Señoras y señores, de Valerio Lazarov, pisando unos cuantos callos. Tal fue su éxito que de allí salió con un programa especial de cuatro horas que puso de morros a la plutocracia local del cante. E incluso el hermano de una folclórica, creyendo que se estaba burlando «de la música española» -y eso sí que no-, quiso lanzarle un vaso, un espontáneo lo redujo y acabaron todos en comisaría.

En su repertorio no había burlas, pero sí fuertes descargas de humor y osadía. Mientras sus colegas del ramo seguían levantando catedrales al tormento amoroso, ella lo mismo cantaba a la masturbación femenina -«Mi dedo está enrojecido de tanto marcar, se mueve solo, sobre mi cuerpo, y marca sin parar: 5-3 /5-3/ 4-5-6»-, que le decía a quien quisiera escucharla que no hay nada menos divertido que el melodrama, así que las chicas debían hacer el favor de pasarlo bien como ella -«hace tiempo que mi cuerpo anda suelto y no lo puedo frenar», decía en Caliente, caliente- porque, al fin y al cabo, como cantaba a golpes de flequillo platino, «en el amor todo es empezar».

Fue justo en aquella época en la que se apuntó el copyright del feminismo con lamé en el que hoy abunda la aristocracia del pop global, cuando la italiana concedió la desconcertante entrevista a Interviú, en la que zanjaba cualquier intento de convertir su no maternidad en un tema de debate, decía que le importaba un pepino envejecer y se declaraba comunista. «Usted, naturalmente, se mirará al espejo», respondió el periodista acto seguido de que la diva le hablara de sus simpatías políticas.

Convicciones

Cuando en 1992 la artista regresó a Madrid para hacer el legendario ¡Hola, Raffaella!, conservaba sus convicciones, y seguramente contradicciones, intactas. «La tipa vivía permanentemente en un estado de excitación política de izquierdas, mientras dirigía departamentos enteros vestida de lentejuelas rojas», escribió tiempo atrás en un ya célebre hilo de Twitter la guionista Almudena Montero, en el que también daba cuenta de cómo impartía lecciones de lo que hoy llamaríamos autodefensa al cuadro de bailarinas o «se te acercaba, te bajaba la piel de ojo y te decía estás anémica perdida, para luego preguntarte por tus condiciones laborales y apagar la luz del plató».

A sus 77 años y tras hacer un amago de retiro en el 2016, Raffaella volvió el año pasado a la RAI con un programa de entrevistas del corte En la tuya o en la mía. Y aunque ha exprimido vivencias y dos amores -primero con el compositor de sus hits Gianni Boncompagni y luego con el coreógrafo una década más joven Sergio Japino- de los que dan por buena una vida, Raffaella ha dado reiteradas calabazas a quien le ha propuesto escribir una biografía o grabar una biopic. «Ella, en el fondo, es un misterio -afirma el director Nacho Álvarez-. Se prodiga poco, es como un mito viviente».