La Fundación Rafael Pérez Estrada, que nació para rescatar y dar a conocer el inagotable catálogo de maravillas del escritor y artista malagueño, ultima los detalles de Genealogías artísticas malagueñas, una exposición que emparejará al también abogado con su madre, Mari Pepa Estrada, la gran pintora naïf de nuestra tierra, en las Salas Mingorance del Archivo Municipal. La muestra supondrá un más que oportuno recuerdo a una autora algo olvidada por el mainstream artístico (como la propia corriente creativa en la que militó) ahora que nuestra ciudad, la suya, se precia de ser una de las capitales nacionales del arte y los museos.

Vendía sus obras antes de inaugurarse las exposiciones, mostró sus mejores lienzos en el Parlamento Europeo, obtuvo el premio de teatro El Espectador y la Crítica (Fundación Juan March) por su escenografía en Los cuernos de don Friolera... Mari Pepa Estrada (1905-1997) cuajó una trayectoria impecable y singular. La suya es la historia de una mujer nacida en el seno de la altísima clase de la ciudad (hija de José Estrada Estrada, abogado y ministro de Justicia con Dámaso Berenguer y Fuesté) que siempre encontró en los pinceles y los lápices las herramientas para expresar sus inquietudes y, sobre todo, su luminosa personalidad; con la complicidad de su tío Eduardo, ilustrador de la revista Blanco y Negro, quien la introdujo en las técnicas y las maravillas del arte.

Desde pequeña sintió fascinación por la cultura y sus alrededores: son legendarias las tertulias organizadas por su padre en la residencia familiar, y a las que se arrimaba la niña. Por cierto, seguramente en alguna de ellas conocería a Manuel Altolaguirre, quien, recordó la pintora en una entrevista con Alfonso Sánchez Rodríguez, fue su «primer pretendiente»: «Yo iba siempre con mi tata, que era un auténtico cancerbero, y se acercó Manolito con una carta escrita en tinta roja. Mi tata se la arrebató de un tirón y, como no sabía leer, se la pasó a una compañera. Te escribo con sangre de mis venas -empezaba diciendo. Y ella lo espantó: ¡Con sangre de tus venas! ¡De un chivo que habrás matao en tu casa, so enmayao!».

La vida, como a tantas mujeres (la poeta María Victoria Atencia, por ejemplo), la condujo por otros derroteros: se casó con el prestigioso médico internista y exalcalde Manuel Pérez-Bryan, quien siempre manifestó su disgusto por las veleidades artísticas de Mari Pepa (lo confesó ella misma en sus memorias). Afortunadamente, su amiga la periodista Josefina Carabias la convenció de que aquellas pinturas no debían permanecer ocultas, en secreto, y, a sus 64 años, debutó en público en Lisboa y, después, en su propia tierra, con una individual en el Museo de Bellas Artes. Su arte limpio, amable y evocador, espejo de la propia creadora, gustó, y mucho, tanto que sus cuadros viajaron durante los años setenta por Alemania, Austria, Francia y Suiza. ¿Su secreto? Ella lo definía con una palabra, gracia: «Ser artista es llevar el gusto en el alma, en el corazón, en la mente, en el talento. Ser artista es sentir. Se puede ser pintor, según la brocha y el tema. Y no decir nada o decirlo mal. O ser copista. O ni eso. No tener gracia. Ésa es la palabra: gracia, en la que se encierran abolengo, estirpe, gallardía, finura, humor...», aseguró en 1968 al periodista Leovigildo Caballero.

Madurez

Que para Mari Pepa Estrada resultara una artista plena en su madurez no fue casualidad. «Hay que ser mayor para volver a lo ingenuo, porque es necesario haber sufrido y amado muchísimo para retornar a la nostalgia, a la poesía y a la añoranza», aseguraba la creadora. Cuentan además los que la conocieron que usó los lienzos para retener una Málaga y una época, las suyas, que sentía que se desvanecían, ya más un recuerdo que otra cosa. Ese carácter de evocación amable pero, en el fondo, triste tiñe toda la producción de Estrada y la entroncó con el mejor arte naïf de mitad del siglo XX, el que mantuvo su gracia frente a los continuos rupturismos de las mejor publicitadas vanguardias.

Mari Pepa se reunirá entre el 21 de octubre y el 22 de noviembre con una de sus mejores creaciones, su hijo Rafael, en las Salas Mingorance. Ella, siempre discreta, inocente; él, torrencial y vanguardista. Los dos, eso sí, compartieron su afición por pasear por la memoria y perseguir donde fuera la felicidad, la luz y la alegría. Juntos, madre e hijo, recrearán en Genealogías artísticas malagueñas esa Málaga culta y exquisita, dulce y singular que encarnaron a la perfección para nosotros.