El alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, acaba de proponer que la Biblioteca Provincial del Estado en el Convento de San Agustín (para cuya adecuación el Gobierno ha destinado, por fin, 16 millones de euros) reciba el nombre de Biblioteca Ricardo de Orueta, como tributo a uno de los grandes pero más olvidados malagueños del siglo XX. La idea es pertinente, porque hablamos de uno de los hombres clave para la entrada en España de la modernidad y una figura fundamental del patrimonio. El director general de Bellas Artes republicano en los gobiernos provisional, del bienio reformista y Frente Popular fue uno de los intelectuales que más y mejor hizo por que buena parte de nuestro patrimonio artístico no esté ahora diseminado por medio mundo; un republicano a ultranza que también salvó iglesias y esculturas de santos porque, para él, el arte, nuestro gran acervo, estaba por encima de todo.

Cuando De Orueta llegó a Bellas Artes había catalogados cien monumentos nacionales; a su salida, dos años y medio después, casi 900. Resultado de la Ley de Protección del Tesoro Artístico Nacional, que el malagueño levantó en 1933 y encabezada por frases como ésta: «Toda la riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado, que podrá prohibir su exportación y enajenación y decretar las expropiaciones legales que estimare oportunas para su defensa». Sin duda, una de las normativas patrimoniales más avanzadas de Europa en su momento, apoyada en la formación del intelectual como jurista e historiador del arte.

Málaga, además, le debe mucho. Bastantes de las decisiones que tomó desde su despacho favorecieron a su -nuestra- ciudad: en 1931 se comienzan las obras de excavación arqueológica del recinto de la Alcazaba y se rubrica el préstamo de varios cuadros al Museo Provincial, entre ellos El Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert.

Al acceder a la Dirección General de Bellas Artes, un periodista le preguntó a Ricardo de Orueta cuáles eran sus planes; su respuesta sigue siendo necesaria tantos años después: «Una, sobre todo, que me parece esencial. Impedir que se nos lleven el tesoro artístico nacional. Yo no diré nunca que me he sacrificado, no. Estoy aquí muy contento. Porque quiero... Creo que puedo hacer una gran labor, labor de cancerbero. Pienso proponer al ministro unos cuantos decretos que arreglen de una vez para siempre esta cuestión, porque no hay derecho a lo que pasaba antes... Hay que convencer al pueblo de que las joyas artísticas son intangibles, que nos pertenecen a todos, que son nuestra historia, nuestras grandezas, que hay que conservarlo y defenderlo. Como sea».

Unas palabras que, como bien asegura el escritor y editor Agustín García Simón, nos reflejan a un hombre que significa «un puente entre la Generación del 98 (más literaria) y la del 14 (más científica, más técnica, más moderna, a la que pertenece)». Un hombre que ya desde pequeño quería ser escultor y que militó en un joven intelectualidad malagueña que organizó ciclos, lanzó publicaciones y montó exposiciones. Con la llamada peña malagueña trabó amistad y colaboración intensísimas, especialmente con el pintor Moreno Villa. Por cierto, el artista hablaba así de De Orueta en sus memorias, Vida en claro: «Su cuarto daba risa, vivía estrechamente entre muebles viejos de su padre, desbarnizados y astillados, maquinas y ampliadoras de fotografías, estantes abarrotados de libros, colecciones de mecheros y plumas estilográficas, petacas de Ubrique, atriles, herramientas, cubetas para revelar y alambres cruzados en todas direcciones para llevar por las noches el foco eléctrico adonde le conviniera. Metido en aquel cubil se entregaba a las tareas mas peregrinas. En Málaga había sido catador de vinos, y en sus últimos años fue un gran bebedor de cerveza. De Orueta se podría escribir un libro divertido y dramático».

Subterráneo

En realidad, de Orueta debería escribirse un libro, porque sigue habitando en el subterráneo de la memoria del pueblo; o por vivir en los pies de página de la historia de huracanes culturales más reconocidos como la Residencia de Estudiantes y sus huéspedes -hasta el malagueño protagonizó unos divertidos diálogos escritos por uno de sus compañeros, Federico García Lorca-. Porque Orueta, desde su despacho, sin estridencias, sin dejar una obra artística nos brindó, en realidad, un legado de valor tan incalculable como el de la obra maestra del mejor escultor de todos. Fue pionero en la utilización de la fotografía como herramienta científica para el estudio del patrimonio, resultó decisivo en el desarrollo y consolidación a la Institución Libre de Enseñanza, tuvo bajo su tutela a numerosos intelectuales y artistas de la citada Residencia de Estudiantes (a la que donó la biblioteca de su padre:más de 2.200 volúmenes)... Fue, en palabras de la directora del Archivo Histórico Provincial de Málaga, Esther Cruces, «un patriota del patrimonio cultural». Sin embargo, De Orueta está enterrado en Madrid sin lápida ni referencia alguna a su nombre, vida y obra. Ojalá el bautizo de la Biblioteca Provincial del Estado en Málaga haga algo de justicia con Ricardo de Orueta.