Es notorio desde hace un tiempo que entre algunos de los principales medios de comunicación españoles existe cierta querencia a parcelar la crítica cultural, positiva en la mayor parte de los casos cuando se trata de opinar de discos y de libros, y con división de opiniones cuando toca hablar de películas o de series de televisión, como si de todos los trabajos literarios o musicales de los que se opina no pudiera hacerse sino desde el positivismo, mientras que para los productos audiovisuales primara determinada manga ancha en perjuicio o beneficio de sus creadores.

Otros periodistas ya han reflexionado antes sobre este aspecto. Imagino que discográficas y editoriales ejercen de modo más eficaz su tarea de lobby, mientras que productoras y plataformas de streaming andan aún despistadas con las nuevas tendencias del "branded content". Esto no es nuevo. Las disqueras, verbigracia, descubrieron hace décadas las ventajas de los llamados derechos de edición, una suerte de canonjía (y uso la definición oficial, empleo que requiere poco trabajo o esfuerzo y del que se obtiene bastante provecho) que convertía en número 1 al artista cuya discográfica tratara con más "cariño" a las emisoras de radio. En España, ese récord está en posesión de Camilo Sesto, que se mantuvo durante 52 semanas seguidas en lo más alto de la lista de éxitos más popular de la radio española.

Da la sensación de que hay barra libre para ejercer la crítica sobre una película o sobre el último estreno de una plataforma. Si es bueno se dice y si es malo también, tanto como si es medio pensionista, pero tratándose de productos de un previsible alto consumo y conocimiento general, la crítica se antoja casi obligada y no hay medias tintas. El crítico ejerce su papel sin otro condicionante que el de sus propios gustos cinematográficos, quizá (especialmente quizá), empujados a menudo por su mayor o menor aprecio a los autores (hay críticos que ensalzan por sistema a Almodóvar o Woody Allen en la misma medida que denuestan a Amenábar).

Cuando se trata de discos o de libros, sin embargo, parece que la crítica se decanta por difundir únicamente las bondades, de modo que si echamos un vistazo a los artistas que en los últimos años se cuentan entre los preferidos de las redacciones, apenas hay crítica mala ni disco malo ni libro malo, como si censurar los últimos trabajos de Rosalía, Bunbury o Pérez Reverte representara andar peligrosamente por la cuerda floja del modernismo y reprobarlos nos acarreara el riesgo de oprobio en las reuniones sociales.

Rosalía, por ejemplo, acumula méritos sobrados en su corta carrera, méritos que demostró indiscutiblemente con la publicación de "El mal querer", un álbum novedoso por su experimentación con el flamenco decantado hacia la música experimental, el trap y la electrónica. Su actuación en los Goya despejó cualquier duda: se atreve con lo que sea; ahora bien, las vías de agua que ha abierto al desviarse con ritmos como el reguetón no le dan carta blanca como para considerar obra maestra todo lo que publica.

En el caso de los libros me parece llamativo que Arturo Pérez-Reverte desaparezca de las listas de los mejores de 2020, año de publicación de "Línea de fuego". Ojo, he dicho llamativo, no que debiera estar, por más que yo lo hubiera incluido, teniendo en cuenta que es imposible haber leído todos los libros editados este año. Y me parece llamativo en el sentido contrario al que me refería a los discos.

La abrumadora campaña de publicidad de su editorial, cuajada de una presencia masiva en los medios de comunicación, no le ha servido al periodista para que su obra entre en el top 20 del año, lo que me inclina a creer que una cosa es criticar el libro el día de su salida (recibió, en general, muy buenas opiniones de los profesionales) y otra distinta es la permeabilidad de ese tipo de listas hacia los best sellers, como si el consumo masivo de un producto fuera antagónico a su calidad.

El caso de Bunbury, sin embargo, me parece el más llamativo de todos. Sacó un disco durante la cuarentena ("Posible") y otro a falta de un mes para acabar el año ("Curso de levitación intensivo"), éste último -reconocido por el artista-, publicado de "modo urgente" dado el contexto sanitario y la necesidad de que los discos aguanten el paso del tiempo. Entre uno y otro, el método de composición del artista se puso entredicho al descubrirse que centenares de versos de canciones de su etapa en solitario y con Héroes del Silencio son obra de otros autores, poetas, básicamente, a los que el maño no cita en los créditos de sus álbumes. Ignoro si la publicación del nuevo álbum ha servido para detener entre sus fans el "desapego" sentido por Fernando del Val (o por mí mismo), autor de "El método Bunbury", en que se revelaba el peculiar modo de escribir del artista, pero si bien algunos medios han puesto el álbum en las fronteras del éxtasis, las críticas han descendido de forma considerable respecto a otros trabajos suyos, como si la peor opinión sobre una obra fuera arrumbarla al pozo del silencio y la invisibilidad, en definitiva, al desprecio del disco del que si no se habla no existe, respecto al que es preferible callar antes de destrozarlo.

Y razón no les faltaría. Es como si Bunbury hubiera huido de la polémica (la urgencia) a base de componer sin echar mano de retales de otros, lo cual saca a la superficie las graves carencias del cantante en materia de letras, como si ahora supiéramos por qué intertextualizaba en sus canciones y evitaba esforzarse en la composición. En este caso, y es lo peor que puede decirse de un autor, se nota que las ha escrito él porque que hay varias piezas que no sirven ni como caras B, que, como me apunta un antiguo fan, en otro tiempo habrían sido descartes directos. Si hace diez o quince o veinte años se le llegan a pasar por la cabeza, las habría desechado de inmediato. Y eso que esta vez reconoce que uno de los temas del álbum está basado en un libro de Carl Sagan. Algo hemos avanzado.

Todo esto me recuerda al último álbum de Gabinete Caligari, "Subid la música" (1998). La pieza que da título al disco, publicado cuando hacía tiempo que el grupo vivía a espaldas del éxito, habla, precisamente, del papel de los críticos, a quienes Jaime Urrutia conmina a apagar la luz y subir la música a la vista de que su anterior trabajo, "Gabinetíssimo", no había recibido una sola reseña en los medios y la banda había pasado directamente al olvido. Ni una crítica, ni una referencia, nada. Vacío. Resulta que los intérpretes de megaéxitos como "Cuatro rosas" o el "Cha cha cha" habían dejado de existir. Ahora la mayoría son buenas críticas, álbumes que representan "un punto de inflexión" en la carrera de Fulanito, discos de ovación y vuelta al ruedo, aclamados en el presente como cuestionados en cuanto el tiempo haga mella en ellos. Ni la estridencia ni el olvido. Tampoco hace falta subir tanto la música. No digo bajarla, pero sí escucharla en su justo equilibrio de bajos, agudos, volumen y balance. Es el mejor modo de apreciarla.