Entrevista | Irene Vallejo Escritora

«Los libros son buena parte de la salud del mundo»

Escritores, editores, libreros, gestores, periodistas, bibliotecarios, profesores y representantes institucionales leerán en la Alameda el Manifiesto por la Lectura que ha escrito Vallejo para este Día del Libro

La escritora y filóloga Irene Vallejo.

La escritora y filóloga Irene Vallejo. / ÁNGEL DE CASTRO

Núria Navarro

 Los libros despliegan mundos, consuelan, incluso salvan. Lo sabe -y lo encarna- Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), la autora de El infinito en un junco (Siruela), un libro de los libros, delicado y vibrante como es ella, que no para de saltar fronteras y tomar cuerpo en otras lenguas. Quizá por todo esto, ella será la pregonera de Sant Jordi, el Día del Libro

¿Vargas Llosa le ha mandado una nota?

Un correo electrónico que me llegó a través de la editorial, precedido por unas líneas: «Este mensaje léelo sentada». Me costó entender que don Mario se había sentado a escribirme un mensaje. Salí a decirle a mi marido que me iba a dar una taquicardia.

Justicia poética. Escribió el libro en medio de la oscuridad.

Sí. Cuando escribía El infinito en un junco, mi hijo, que nació con muchos problemas, estaba ingresado en la UCI. Pensando en que podía ser el último, aproveché los momentos en los que me relevaba mi marido en el hospital para seguir escribiéndolo.

Heroica, como ha querido Ulises.

Era un intento de afianzarme cuando todo se tambaleaba. Una forma de salvación a través de las palabras. Y el contacto con la gente que cuidaba en el hospital a mi hijo, a nosotros, me hizo pensar en todos los que salvaron los libros a través de los siglos.

¿Su hijo ya está bien?

Tiene secuelas de los años de hospitalización y de las operaciones. Durante el confinamiento tuvo angustia. Se cayó toda la vigilancia y el apoyo de los psicólogos, los centros de día, los rehabilitadores. Lo hermoso es que en el momento en que empezamos a contarle cuentos antes de dormir, se serenó. Y yo, también.

También a usted le marcaron los cuentos leídos antes de apagar la luz.

Tengo muy asociada mi infancia a la Odisea, que me fue contando mi padre. Creía que el Mediterráneo era imaginario, y cuando lo vi por primera vez, en unas vacaciones en Sitges, fue como si hubiera sacado un billete de bus al país de las maravillas de Alicia. No era simplemente agua. Era el mar de los relatos. La literatura no aísla de la realidad, le da más dimensiones a la vida.

Por cierto, no es usual tener un padre que lee la Odisea.

Mis padres, que estudiaron Derecho porque era la carrera con futuro a la que enviaban a los hijos de clase media-baja, eran muy lectores. Los libros llegaron a casa antes que yo.

¿Esa fue la diferencia que le valió el acoso escolar?

Yo estaba abierta al asombro, tenía una curiosidad desmesurada, vinculaba la lectura al placer; pero mis compañeros lo asociaban a ser «empollona» y «pelota». El acoso escolar es la necesidad de rodear a alguien diferente y convertirlo en una presa. Me sentí sola.

Podía haber diluido su pasión para encajar, pero perseveró.

Frente a esa incomprensible actitud de rechazo, en los libros encontraba la promesa de que la vida no sería siempre así. Luego, en el instituto, encontré profesoras que impulsaron mi creatividad, que estaba ahí, porque yo escribía antes de escribir. Por las tardes imaginaba situaciones de juego para planearlas en el recreo al día siguiente.

Su rareza se prolongó en la era digital.

Al haber escogido Filología clásica abracé la excentricidad. Fue una lucha constante por defender a cada paso las elecciones que iba haciendo. Incluso mis referentes, con los clásicos y la mitología muy presentes, son distintos a los de los escritores de mi generación.

Ya ve, es una best-seller.

Éramos muchos los que estábamos disconformes con ese discurso apocalíptico del fin de los libros. A veces damos por hecho el certificado de defunción, pero somos muchos los que los queremos vivos. Los libros son parte de la salud del mundo.

Tiene una relación física con ellos, ¿verdad?

Los papiros, los libros medievales, nacieron para ser placenteros. Les aplicaban oro y malaquita, y los príncipes de la época los acariciaban. Y ahora una persona de mis orígenes puede hacerlo. En la literatura siempre me ha interesado el cuerpo. Del mismo modo en que nuestro cuerpo cambia con una declaración de amor, un momento de miedo, o de hambre, el libro es el cuerpo de las palabras.

¿De qué palabras está usted hecha?

De la palabra cuidados. Ha tenido importancia en mi vida –primero cuidé a mi padre, porque soy hija única de padres divorciados, y luego, a mi hijo–, y creo que es vital cuidar las relaciones, la democracia, la escritura. Otra palabra es mitos, que condensan las emociones de forma que pueden atravesar los siglos y nos ayudan a buscar el sentido.

Lo ha encontrado.

Querría que lo que me está pasando se transformara en libertad. No tener los condicionantes de la supervivencia, ni la constante zozobra.