Una década sin el profeta más singular

Diez años sin Rockberto: la leyenda sigue

El líder del malagueñismo bizarro y libre, que vivió y cantó como quiso, sigue presente en los corazones de quienes lo conocieron y siguieron

Busto de Rockberto.

Busto de Rockberto. / L. O.

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

Ha pasado el tiempo, está todo al revés, pero no está tan claro que sea el momento de pasarlo bien. Diez años ya sin Rockberto, sin el icono de los iconoclastas, sin el profeta de los descreídos; una década sin el malagueñus supremum, el hombre que sin querer queriendo epitomizó eso que se podría llamar ser malagueño, un hipotético modus vivendi ideado y puesto en práctica en este rincón del mundo al sol; una forma de pasearse por la vida de lo más libérrima, con una actitud underground sin ínfulas, excéntrica pero simpática, despreocupada pero concienciada, jipilonga pero sin flores, que lo mismo escucha a Frank Zappa que a Emilio El Moro... Rockberto fue el profeta de un malagueñismo bizarro y abracadabrante que hoy empieza a sonar a libro de historia. Como él cantó «Málaga, te quiero y nunca te podré olvidar», La Opinión de Málaga ha pedido a algunos malagueños que conocieron y admiraron a Roberto González Vázquez para que ahora le canten a él, al Rockberto bonito.

Javier Martín, sociedad del blues de Málaga

«Hace unos días asistí, compungido, al incendio de la librería Proteo, entendí rápidamente de la tragedia en la cultura local. Pienso hoy que es un patrimonio subsanable de lo que me alegro mucho. Hay pérdidas irrecuperables, hace diez años se nos fue Roberto, es verdad que todos jugábamos con cerillas, pero él era el pirómano más certero y vocacional, se inmoló con la edad que yo mismo tengo ahora. Era un visionario con filtro que nos alertaba de un mal, del egoísmo neoliberal, porque nos acordamos poco de cuando comíamos pescaíto frito con pan. Se trasvistió de Malaquías ecologista y nos aconsejó regar las macetas, ante el panorama que se nos presenta.

Nos bautizó como una panda de tipos duros, eso si, sin mucho parné. Quiso ser moderno, yeyé, aunque no fuera eterno. Roberto nos golpeaba en la conciencia con la mano abierta, pero lo hacía con gracia (tenía tanto salero que estando un rato con él te subía la tensión) nos regañaba desde su púlpito, que creíamos escenario, pero lo hizo con tanto arte que todo se quedaba en admiración y juerga, se difuminaba el mensaje. La orfandad a algunos se nos antoja dura, no tenemos quien nos de la bronca con maneras magistrales. Moderno… y ETERNO Roberto».

Luis Rubio, promotor musical

«Rockberto y sus coplas han influido en mi comportamiento ante muchas situaciones para las que entender la vida, con frases como yo quiero ser moderno, me voy pal guiri, esto cualquier día va a reventar, la parte chunga de nosotros mismos, etc. Rockberto era un tipo culto y leído, que con mochila al hombro vivió los primeros 70,s de ciudades como Paris o Amsterdam . Mi admiración a Rockberto como persona, personaje y artista no puede ser más grande.

Tuve la suerte de participar en la producción del disco en directo, Vivitos y coleando, título que venía como anillo al dedo, debido a la situación regulera por la que estaba pasando («…de vez en cuando…»), en su época de Plaza de la Merced/Cruz Verde… Pero con lo que más gozábamos, fue cuando vivía cerca de Factoría y le invitábamos para presentarle artistas que pasaban por allí en los 90 . Artistas que me pedían conocerlo o yo insistía en presentárselo, tipo; Albert Pla, Tonino Carotone, Manu Chao, Antonio Arias, etc. Incluso me llamaron de la compañía La Fura dels Baus para invitarlo al Cervantes y conocerlo. Rockberto es mucho más de lo que nos imaginamos.

Long Live Rockberto!».

Cristóbal G. Montilla, periodista

«Aquel domingo 12 de junio de 2011 despertó para proclamar la certeza que mascullaba Málaga bonita: Roberto González Vázquez era su hijo inmortal. De repente, un rockero se reencarnó en un icono tan eterno como la vertiginosa leyenda del Piyayo o la corteza desgastada de un cenachero.

Desde entonces, respiramos con la sospecha de que jamás regresarán aquellos escorzos imposibles con los que se desgañitaba, bajo la penumbra luminosa de la noria, en los inolvidables conciertos de Tabletom en la Caseta de la Juventud. Su artesanía surrealista abrazaba como una horma hermana el maravilloso tesoro instrumental que siguen cincelando los hermanos Perico y Pepillo Ramírez.

Ojalá se nos apareciera Roberto por la calle Granada empuñando, cual arma secreta, un pincho de tortilla de La Tranca y nos disparara otra vez al corazón.

Un buen día, él mismo dio el aviso: «Ya tengo los riñones al jerez, yo no voy a durar toda la vida de cantante; ahora me voy a meter a tuno, porque me gusta mucho el atún».

Roberto derramaba pellizco. Lo advirtió hasta Camarón de la Isla, en cuanto el carrusel de la vida los hizo girar frente al horizonte musical que esculpió un tiempo nuevo».

Salva Marina, músico y actual cantante de Tabletom

«Roberto era, libre, tremendamente libre, tan libre que asustaba a más de uno. Seguro de si mismo como el sólo, su mirada decía: No te engaño. Tuvo la valentía de vivir siempre como quiso, con todo lo que eso conlleva. Más allá de los adjetivos de siempre: rebelde, bohemio, personaje…,de sus colocones y de toda la anecdótica ya manida, Roberto era sobre todo un tipo con una enorme humanidad, y nunca la perdió. Era un avispado observador, muy empático, pero crítico con lo inaceptable. Y es que tenía una gran inteligencia emocional, superior a la media y una rapidez mental alucinante.

Se reía muchísimo y bien, porque era capaz de relativizar cualquier cosa sin menoscabar su importancia y, sobre todo, sin faltar al respeto. Dice mi admirado Juan Miguel Gónzalez, poeta, y a la sazón, letrista de Tabletom, que Roberto era …un gran aristócrata del espíritu, lucía la dignidad propia de los genios. Tenía la habilidad de analizar mejor que nadie cualquier situación y decir la palabra exacta (a veces, con doble o triple sentido), haciendo que cualquiera a su alrededor se descojonara vivo, y al ratillo los mas espabilaos se daban cuenta de que lo realmente había soltado por la boca. Iba siete pueblos por delante.

Recordaré siempre la mañana de su entierro. No me pude contener y me planté temprano en el cementerio, pero allí andaba ya más de uno…al primero que me encontré, sentado y desolado, fue a otro clásico músico malaguita de esa quinta, Perfecto Artola, que de sopetón me espetó aquello de Se ha ido la Magia. El cabrón dio en el clavo. Roberto era un mago, que no un prestidigitador. No quiero idealizarlo demasiado (su buena parte chunga tenia, como todo Cristo), pero estar junto a él era purificador. Un extraño halo casi mesiánico, que no se contradecía con una absoluta cercanía, lo envolvía. Roberto prácticamente se inventó una manera de ver la vida. O, al menos, fue capaz de representar en él algo muy concreto difícil de explicar que sirvió de norte a una extensa tribu, la basca del Tabletom. Es como si hubiera hecho a sus seguidores y amigos partícipes de un cuento precioso o un juego muy divertido. Pero sin milonguear como un Gurú cegador y estafador, sino siendo absolutamente sincero y sencillo, como el era, seguramente el tipo más auténtico que he conocido. Amaba tanto a los verdiales como a Frank Zappa, demostró que ser cateto e intelectual no era contradictorio sino que era lo suyo, una pechá de reí de tío, pura vida».

Javier Ojeda, músico

«Así de primeras, ahí van algunas imágenes que se me vienen a la mente sobre Roberto González.

1. En el Teatro Cervantes. Era un evento organizado por Héctor Márquez, creo que se llamaba Málaga Club y se pretendía hacer un muestrario de lo más granado de la escena local sin distinción de edades. El inglés Peter Edgerton charlaba con el público, emocionado por tener el privilegio de representar a los artistas de Málaga, él que es un genuino guiri. Mientras desgrana una de sus bonitas piezas con la acústica Rockberto muestra su aprobación por lo que escucha a su peculiar manera, esto es, entra al escenario por un lateral, se sienta al piano y comienza a hacerse un porro como asintiendo, entre la risa del público presente y el desconcierto de Peter, que no se percató de su llegada. Según me cuentan, el mosqueo que pilló cuando se lo contaron fue de aúpa.

2. En la Biblioteca Municipal de Benalmádena. Tenía que hacer una especie de charla-concierto sobre los 80 en España y a Ana García de la Serna, que me había contratado para el evento, se le ocurrió invitar a su admirado Rockberto y pedirle que interviniese en un tema. Así que en la prueba montamos rápidamente una delirante versión de Alaska y Dinarama, Ni tú ni nadie, cuya letra cogía una extraña dimensión en la voz del vocalista de Tabletom: Ni tú nadie puede cambiarme. Desde luego que no.

3. En el hospital, poco antes de fallecer. Resulta que uno de los enfermeros que lo atendía es cuñado mío, y según me cuenta se lo dijo, a lo que le respondió: ¡Hombre sí, Javier! Es un tío muy capaz. Viniendo de él es de las cosas más hermosas que me hayan podido decir. Ah, mi cuñado también me contó que en sus últimos días leía poesía, en concreto a Antonio Machado.

Almuecín de las nubes

Tu machaco decente y tu sombra harapienta, tu voz estrangulada, que ladraba y mordía, soledad que a la sola libertad daba cuenta, cigarra de la noche, que calcinaba el día. Compadre de los gatos, pariente de las cabras, libertador del blues a lo Pepe Marchena, si al mundo te cerraste, tu leyenda no abras a quienes no entendieron tu impaciencia y tu pena. Pocos saben por qué en tus manos ardía la bala de Van Gogh y el pájaro de absenta. Sentado en el abismo llorabas tu alegría, almuecín de las nubes que amenazan tormenta. Muerto estás. Distraído. Libre ya del verano, de los cumplidos lutos y las tediosas loas. Apenas te traté, pero te quise, hermano, consuegro de los grillos y el blanco con anchoas. Juan Miguel González (poeta y letrista de Tabletom)

Álex Meléndez, El Zurdo

«En estos tiempos de vender humo por encima de las posibilidades del fulano de turno guitarra en ristre, de los quince me gusta de gloria y de artistas con horarios de oficina que se disfrazan de Keith Richards las dos horas de show y luego vuelven al chándal y las new balance, recordar a mi primo Roberto es la mejor programación del Netflix de la memoria.

Llevar vida y obra de la mano del Okey a las tablas y viceversa dejando el listón más alto que un estribillo de Los Romeros de La Puebla, genuina autenticidad sin ser consciente de ello, la rapidez mental del mejor cuartetero gaditano, la afinación perfecta lanzando la nota y entrando limpia sin tocar aro en esas estrofas con letras que son el claro ejemplo de lo local es universal y más allá.

En uno de esos días que éramos más largos que la noche y acabas solapando el viernes con el domingo como el que dobla un pañuelo, acabé compartiendo mesa en la plaza de La Mierda con una reunión que hubiera dejado en mute a Jesús Quintero, apareció uno de esos artistas que no tuvo más remedio que saludar y que de haber tenido alas hubiera alzado el vuelo para evitar esa mesa de gloria, de saludo cortito y al pie, al preguntarle cómo le iba, relató una serie de maravillas discográficas, festivales variados, productores de lujo, fritura de verano de alabanzas propias y ajenas.

Se despidió apresuradamente y desapareció como engullido por Carretería, Roberto levantó la cabeza y me dijo: ¡Gordo! To pa ná. Bendito seas».