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¿Me firma un autógrafo?

¿me firma un autógrafo?

¿me firma un autógrafo? / Xavier Caimanu Mainadé

Xavier Caimanu Mainadé

Uno de los efectos secundarios de la pandemia es que ha fulminado el concepto de intimidad que teníamos antes de 2020. Durante las videoconferencias, las cámaras de nuestros dispositivos electrónicos nos han expuesto ante nuestros familiares, amigos y compañeros de trabajo. Conscientes de ello, en Hollywood hicieron lo imposible para que las estrellas no perdieran su glamur durante la ceremonia de los Oscar. Sin embargo, por prevención, la famosa alfombra roja tuvo que estar mucho menos concurrida que en ediciones precedentes y nos quedamos sin las típicas imágenes de los fans intentando llamar la atención de sus ídolos para conseguir la pieza más preciada: un selfi. La popularización de los smartphones y las redes sociales ha dejado atrás la obsesión por los autógrafos. Quizá en el único caso que hace la misma ilusión la foto que la firma es con los libros.

Precisamente el día de Sant Jordi, mientras en Catalunya miles de personas hacían cola para conseguir una dedicatoria de su escritor favorito, un periodista de The New York Times entraba en el piso de la difunta Lois Kirschenbaum, una mujer de 88 años que había muerto dejando un legado de 200.000 autógrafos del mundo de la ópera.

Durante más de medio siglo esta telefonista invidente de Brooklyn dedicó 300 noches anuales a asistir a las representaciones del Metropolitan Opera House de Nueva York. Y cuando terminaba la función siempre bajaba corriendo a los camerinos para pedir la firma a todo el elenco. Entre la profesión era tan popular, que los cantantes bromeaban diciendo que no había debutado oficialmente en el Met hasta que se dedicaba un autógrafo a Lois. Cualquier cantante que se os pase por la cabeza le regaló la firma, desde Renata Tebaldi hasta Luciano Pavarotti.

El fetichismo por las letras manuscritas viene de lejos. Se tiene constancia de que los estudiantes alemanes del siglo XVI ya hacían sus colecciones. Ahora bien, fue durante el siglo XIX que esta afición aumentó hasta llegar a cotas que ahora nos parecerían cómicas. El profesor de literatura inglesa Hunter Dukes en su libro Signature explica que, aparte de los típicos álbumes para coleccionar autógrafos, había muchas otras maneras de conservarlos. Había desde abanicos -la propia reina Victoria de Inglaterra tenía uno- hasta placas autográficas hechas con un molde de porcelana, pasando por manteles o edredones donde se cosían las firmas que deseara el cliente.

Para entender aquella locura hay que ponerla en contexto. A medida que avanzaba el siglo XIX, la imprenta fue ganando terreno y a partir del momento que se popularizó la máquina de escribir en 1874, los textos manuscritos fueron quedando recluidos a la intimidad. También coincidió con la aparición de algunas disciplinas pretendidamente científicas como la grafología, que aspiraba a ser capaz de descifrar la personalidad de la gente a través de la escritura.

Dukes explica que, en el año 1881, en Estados Unidos de América, hubo un gran debate en torno a la letra del asesino del presidente James Garfield, Charles Guiteau, utilizando las cartas que había enviado a la prensa. Y es que una de las cosas que perseguía la grafología por aquel entonces era determinar la potencial criminalidad mediante el tipo de escritura, al igual que ahora las Fuerzas de Seguridad confían en que los algoritmos les digan si alguien es un posible delincuente.

Además, no se puede olvidar el fetichismo como principal motor de la motivación del cazador de autógrafos, si bien pocos seguramente tan constantes como Lois Kirschenbaum que, consciente del tesoro acumulado a lo largo de su vida, por disposición testamentaria legó su colección a la Biblioteca Pública de Nueva York.

Quién sabe si ahora mismo en algún punto del mundo hay una nueva Lois de los selfis digitales y, dentro de unas cuantas décadas, en algún servidor informático abandonado, se encuentran un montón de fotografías de gente famosa junto a un ser desconocido que sonríe al objetivo con la satisfacción de quien ha conseguido atrapar una buena presa y quiere dejar constancia para la eternidad.