Homo Viator

Luis Amadeo de Saboya, la montaña sobre el palacio

Las alturas fueron el terreno idóneo donde el duque se sintió en libertad. Una vez que se instaló en el Reino de Italia, practicó el alpinismo con pasión tenaz. Convirtió el noble arte de ascender montañas en una religión personal

Luis Amadeo de Saboya durante la expedición del Monte Elías, en Alaska.

Luis Amadeo de Saboya durante la expedición del Monte Elías, en Alaska. / L. O.

José María Pérez-Muelas Alcázar

Luis Amadeo tenía sangre azul pero su hábitat natural fueron las cabañas y las camas improvisadas en el suelo. Había nacido en el Palacio Real de Madrid en un tiempo de enormes dificultades familiares. Su padre, el rey Amadeo de Saboya, estaba a punto de abdicar el día en el que Luis Amadeo llegó al mundo como infante de España, un país que le estaba siendo esquivo, ingobernable y peligroso. Él mismo estuvo a punto de no nacer, si sus padres se hubiesen retrasado apenas unos metros en el atentado que sufrieron en la calle del Arenal de Madrid. Salieron ilesos pero convencidos de que España era un lugar para no volver.

El hijo de un rey sin trono pudo haberse quedado toda su vida en los palacios, entre Turín y Roma, tomando té y apostando en las carreras de caballos. Pero negó que su genética impusiera el ritmo de su aburrimiento y salió de la corte de su abuelo, el rey de la reciente Italia. Con quince años se enroló en la marina, que era una manera noble de viajar y, en muchos casos, contraer enfermedades venéreas. Luis Amadeo desarrolló en sus años de adolescencia un hambre voraz por descubrir todo lo que estuviera en su mano. Gracias a la Real Academia Naval de Livorno dio su primera vuelta al mundo, navegando como marinero en la fragata Amerigo Vespucci. Hizo su entrada en Asmara, la capital de Eritrea, colonia italiana en aquel momento, y descubrió un mundo de sabana y desiertos pegados a la costa, en el punto más ancho del mar Rojo. También visitó Vancouver, en la lejana Canadá, el otro extremo posible del ser humano, donde el desierto se cambia por las montañas nevadas.

Porque las alturas fueron el terreno idóneo donde el duque se sintió en plena libertad. Una vez que se instaló en el Reino de Italia, practicó el alpinismo con una pasión tenaz. Convirtió el noble arte de ascender montañas en una religión personal. El Mont Blanc y el Monte Rosa pasaron a ser el jardín donde entrenaba en sus horas libres. Día tras día, Luis Amadeo formaba en su mente la idea de recorrer el ancho mundo. La cordillera de los Alpes significaba algo similar al salón familiar donde soñar despierto. Hasta que dio el paso decisivo y decidió emprender la ascensión del monte San Elías, una montaña situada entre Estados Unidos y Canada que alcanza los 5.489 metros de altura. Alcanzó la cima sin dificultad y desde allí contempló un continente helado hasta Alaska.

El norte extremo sería su próxima expedición. Quedaban pocos lugares en el planeta que no hubiesen sido descubiertos. Compró un ballenero en Noruega y lo bautizó con el nombre de Stella Polare. Esquivó icebergs y venció al frío en dirección norte. Su objetivo era llegar al punto central exacto del Polo Norte, pero las tormentas y las intensas nevadas impidieron la culminación de la expedición. Se retiró sin vergüenza, sin guardar recuerdo de las heridas personales (el frío le hizo perder dos dedos) y aguardó el momento exacto en el que su cuerpo estuviese recuperado. Su vida estaba en las alturas y no tras el armazón de un barco. Poco tiempo después, se desplazó a Uganda para recorrer la cordillera Rwenzori, donde escaló más de dieciséis picos a más de cinco mil metros de altura. De nuevo África como bálsamo contra la monotonía.

Luis Amadeo de Saboya será recordado como uno de los padres del alpinismo moderno precisamente porque nada frenó su afán por conquistar los cielos. Y para ello necesitaba conocer el lugar más alto de la tierra. Viajó con un equipo de escalada hacia las faldas de la cordillera del Karakórum, donde visualizó los ochomiles, ese lugar sagrado según las mitologías nacidas en las cumbres. Su objetivo fue el K2, a 8.611 metros, una empresa demasiado ambiciosa para un hombre con una bufanda por abrigo a inicios del siglo XX. Como es natural, fracasó en su intento de ascensión, pero consiguió la cifra de 6666 metros de altura, antes de abandonar por riesgo de muerte. Poco tiempo después, inició la expedición al Chogolisa, montaña hermana del K2 de 7.665. El duque tampoco pudo coronar su cumbre, pero se quedó a menos de doscientos metros. Marcó un hito en el alpinismo internacional siendo el primer hombre que alcanzó los 7.000 metros, cifrando su hazaña en 7.498.

Cuando el mundo del alpinismo le superó, Luis Amadeo no renunció a su vida de aventuras. Participó en la I Guerra Mundial con la marina, donde le habían salido los dientes. Tras la guerra, tomó el hábito de explorador y dedicó los últimos diez años de su vida a descubrir la geografía de Somalia y remontar las fuentes del río Shebelle. El duque sin trono, que había nacido en un país extranjero se había negado a cumplir su destino de segundón y partidas de cartas y caza, consiguió dar la vuelta tres veces al globo en barco. Cambió la levita y el champán por el piolet y las botas de alpinista. Se casó con Faduma Alí, una mujer somalí, tan ajena a su familia como las cumbres que lo vieron llegar, una y otra vez, durante todos los años de su vida. Allí reside la verdadera ambición de los hombres y no en los palacios de ventanas cerradas.