Literatura

«La enfermedad y la muerte no nos igualan a todos»

El autor lanza nuevo libro, Volver a dónde, una especie de diario de pandemia en el que que demuestra su extrañeza abisal ante la nueva normalidad y excava los recuerdos de su infancia rural. «Hemos reivindicado la libertad personal pero se nos ha olvidado la fraternidad», asegura

Muñoz Molina, en una foto de archivo reciente.

Muñoz Molina, en una foto de archivo reciente. / juan fernández

Juan Fernández

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) estuvo escribiendo un diario durante los 90 días que duró el confinamiento de la primavera de 2020. En un cuaderno del tamaño exacto de la cuarentena fue recopilando noticias, reflexiones, suspiros y espantos. El final del estado de alarma no detuvo su pluma, que continuó registrando su extrañeza abisal ante la nueva normalidad, pero entre sus impresiones afloraban recuerdos de su infancia rural y de la de sus ancestros. Como si el pasado se brindara a aportar algo de luz y certidumbre en el mar de dudas y sombras que inundaba el presente. Todas esas notas están en Volver a dónde (Seix Barral).

Hace un año y medio de la primera declaración del estado de alarma. A 18 meses vista, ¿tiene claro qué ha pasado?

Y no me refiero al virus, sino a su impacto en nuestras vidas. Eso ahora mismo no se puede saber. Pero hay cosas que sí sabemos. Sabemos las personas que han muerto y las que han quedado dañadas, y que la falta de inversión en sanidad, educación e investigación científica nos ha pasado una factura gigantesca. Pero en qué modo la sensibilidad de muchos se ha modificado por esto, eso aún no lo sabemos. Hay tiempos para todo. Ahora es el tiempo de la documentación y el testimonio inmediato. Ahora lo importante es dejar constancia de lo que hemos vivido, y ya llegará el momento en que todo eso se filtre y se convierta en memoria, novelas y estudios.

¿Qué reflexión le ha suscitado la pandemia?

Estos meses he pensado mucho en la idea de la fraternidad. Por distintas razones, nuestra sociedad ha reivindicado, sobre todas las cosas, la libertad personal y la igualdad de derechos. Es legítimo, pero se nos había olvidado la fraternidad. Esa imagen heroica que venden la publicidad y la literatura del individuo arrebatador que triunfa es una entelequia. Basta estar un poco enfermo para darte cuenta de que solo no eres nada, que dependes de la simpatía de los desconocidos, como decía Tennessee Williams. La pandemia nos lo ha recordado, y debería haber un cambio de paradigma en ese sentido. Por encima de cuestiones tan legítimas como la libertad o la identidad, formamos parte de una humanidad común.

¿Esta experiencia le ha cambiado personalmente?

Me ha hecho ser más consciente de la inmensa fragilidad que afecta a todo lo que dábamos por supuesto. Ese aprendizaje lo tuve por primera vez el 11-S en Nueva York. La vida se basa en una serie de rutinas que consideramos seguras: que la luz se encienda, que salga agua por el grifo… Cosas complejísimas, pero que damos por hechas. Durante el confinamiento pudimos comprobar el prodigio que suponía que hubiera alimentos en los supermercados. El tejido de una sociedad avanzada como la nuestra es sumamente frágil porque depende de conexiones permanentes. Ahora sabemos que todo eso puede quedar interrumpido de la noche a la mañana.

Esta vez han bombardeado muy cerca. ¿Se relaciona ahora de otra forma con la idea de la muerte?

Siempre he sido muy consciente de la mortalidad, sobre todo a partir de una cierta edad. Estos meses no he reflexionado más de lo habitual sobre la muerte, sino sobre la desigualdad con que la afrontamos. Pensábamos que la muerte y la enfermedad nos igualaban a todos, pero hemos comprobado que no, que los más débiles son los que más han sufrido: los abuelos, los más desprotegidos, los que tenían que ir a trabajar y no podían permitirse el lujo de hacerlo a distancia, que son, precisamente, los que mantienen el mundo en marcha.

Se hunde el mundo y el cuerpo le pide escribir sobre su infancia y sus antepasados. ¿Cómo funciona ese mecanismo?

Creo que le ha pasado a mucha gente. Parece un acto reflejo y tiene que ver con esa búsqueda de conexión, de amor, de fraternidad. En mi caso, también hay una cuestión generacional. Pertenezco a una generación que tuvo muy pronto el sueño de la emancipación. Veníamos de mundos muy opresivos y queríamos vivir nuestras propias vidas soberanas, pero para lograrlo debíamos romper con quienes nos habían criado. Me pregunto cómo sintieron nuestro rechazo. Ahora, esa generación está desapareciendo y somos nosotros los mayores de los nuevos.

Ahora, el nieto de su abuela Leonor es el abuelo de su nieta Leonor.

Cuando mi hijo me dijo que iban a ponerle ese nombre a la niña, me conmovió. Ese sentido de continuidad te previene de la ideología del individualismo. Hay alguien que llegó antes de ti y alguien que viene después, y tú te perderás en el pasado igual que ahora se pierden mis antepasados. Esto es así y conviene tenerlo presente. Pienso en el modo en que mis abuelos están en las cosas que escribo y recuerdo, en cómo aparecen cuando sueño con ellos, y me pregunto qué seremos en el recuerdo de los que nos sobrevivan. Cualquiera sabe.

Evocar el pasado invita a la nostalgia.

Está la nostalgia, pero también está la lucidez, que actúa como antídoto contra la nostalgia. De esto también hablo en el libro, y cuento la parte oscura del pasado, la aspereza de aquella vida, la dificultad, la crueldad e incluso la violencia con las que convivíamos. Hasta hace no mucho eran comunes situaciones que hoy nos parecen inhumanas, como que la gente se riera de los que llamaban tontos o de los afeminados y les pegaran por la calle. En el libro cuento una escena que se me quedó grabada en la que un hombre era perseguido por gente que le tiraba piedras. Aquello era una vileza, pero formaba parte del tejido de la vida. Si queremos retratar el pasado, no podemos suavizarlo de ninguna manera, también hay que mostrar eso.

Incapaz de ubicarle en aquel mundo rural, su abuela Leonor le preguntaba: «¿Y tú de dónde vienes?». ¿Tiene ya clara la respuesta?

Tengo claras las circunstancias que me han hecho ser lo que soy. Cada uno tiene una composición mental que proviene de la educación que ha recibido, de la época que le ha tocado vivir y de los conflictos que le han marcado. A mí me ha marcado mi origen familiar y social, y el hecho de haber vivido a lo largo de mi vida en dos mundos completamente distintos. Ver el presente en relación a aquel mundo rural atrasado, cerrado y sometido a la dictadura es algo que determina lo que soy, y de donde brota gran parte de mi mundo imaginario.