Cine

Auge y caída de la era del videoclub

Con testimonios de empresarios, distribuidores, dependientes, cineastas y coleccionistas, Xavi Sánchez Pons recrea en el libro El almanaque del vídeo los días en los que el VHS cambió los hábitos de ocio y consumo de los españoles

Xavi Sánchez Pons, en uno de los pasillos dedicados al VHS del videoclub Video Instan.

Xavi Sánchez Pons, en uno de los pasillos dedicados al VHS del videoclub Video Instan. / ZOWY VOETEN

Rafael Tapounet

Barcelona

Si hubo una institución que en los tres últimos lustros del siglo XX mereció la consideración de más que un club, ese fue el videoclub. Nacido como un mero apéndice de las tiendas de electrodomésticos que a principios de los años 80 ofrecían películas para alentar la compra de aparatos reproductores, el negocio del alquiler de cintas de vídeo conoció en España una expansión rapidísima (y descentralizada, a diferencia de lo que ocurre con el comercio actual) que revolucionó por completo los hábitos de ocio y consumo de la población. A mediados de la década, el videoclub se había convertido ya en el auténtico epicentro de la vida social y cultural de los barrios y los pueblos, y el impacto que tuvo especialmente en las periferias urbanas de clase trabajadora.

Imagen de archivo de un videoclub. | LAOPINIÓN

Imagen de archivo de un videoclub. | LAOPINIÓN / RAFAEL TAPoUNET. BARCELONA

El fenómeno, hoy casi olvidado por la digitalización de los contenidos audiovisuales y la abrumadora oferta de internet y las plataformas de streaming, llevaba aparejados una serie de elementos y rituales que han entrado a formar parte de la mitología pop y alteró las reglas del juego en la industria cinematográfica, forjando nuevas maneras de hacer las películas y de consumirlas y apreciarlas.

De todo ello se ocupa con erudición de sabio y pasión de coleccionista el periodista Xavi Sánchez Pons en El almanaque del vídeo (editorial Males Herbes), una gozosa evocación de la era del videoclub que repasa el auge y la caída del vídeo doméstico. Para hacerlo se vale de abundante material gráfico de la época y de los testimonios personales de directores de cine, productores, propietarios y dependientes de videoclubs, distribuidores de películas y coleccionistas. El resultado es una historia engarzada en la memoria sentimental de varias generaciones de españoles.

Un vídeo en cada casa

Después de algunos intentos pioneros de vida efímera, el primer reproductor y grabador de vídeo doméstico verdaderamente popular, el Betamax de Sony, se puso a la venta en mayo de 1975. Al cabo de 17 meses, la empresa JVC lanzó al mercado el formato VHS, que compensaba su inferior calidad de imagen con un precio más asequible, unas cintas de mayor duración y unos reproductores más ligeros que los de su competidor. La batalla entre los sistemas Beta y VHS (a los que en 1979 se sumó el Video 2000 de Philips y Grundig) marcó la primera década de la era del vídeo, hasta que la estrategia de JVC de conceder patentes de su formato a otros fabricantes acabó inclinando la balanza a su favor y el VHS se hizo el dueño del mercado.

La llegada de los primeros reproductores de vídeo a los hogares prendió la mecha de una revolución de alcance estratosférico. «Lo de ver cine en casa ahora nos parece la cosa más normal del mundo, pero antes del vídeo la única posibilidad de hacerlo eran los proyectores de súper 8, a los que muy pocos tenían acceso -subraya Sánchez Pons-. Al principio, conocer a alguien que tuviera un reproductor de vídeo ya era la bomba, porque la experiencia se compartía. En mi bloque, el primero en tenerlo fue el vecino del 7º 2ª y subíamos a su piso a ver películas».

El vídeo no tardó en entrar en prácticamente todas las casas. El VHS reinó con holgura en los últimos 15 años del milenio hasta la irrupción del DVD.

Una demanda voraz

El cineasta underground y coleccionista Creeky Man apunta un dato bastante asombroso: «Solo el 10% de los títulos que se editaron en VHS han salido en DVD o Blu-ray». Sánchez Pons pone la cifra en contexto al recordar que en la segunda mitad de los años 80 «existía una demanda bestial; los clientes exigían constantemente nuevos títulos a sus videoclubs y, para atender esa voracidad, se producía una cantidad de películas inhumana. De hecho, se llegaban a editar obras de teatro de Andrés Pajares filmadas con un trípode y la gente las consumía».

A finales de esa misma década, las productoras ya ingresaban más dinero con sus lanzamientos en vídeo que con los estrenos en salas y no dudaban en invertir grandes cantidades para publicitar sus novedades. Otro modo de singularizar las películas en medio de tal avalancha eran las carátulas, que, en su afán por llamar la atención, llegaban a extremos de delirio muy memorables. «La carátula lo era todo. Ahora, antes de ver una película tienes mil maneras de informarte, pero en esa época ibas a ciegas, así que elegías un título por la carátula, que a menudo incluía unas imágenes y unos eslóganes que no tenían nada que ver con la realidad. El resultado era que te llevabas grandes decepciones pero también, de vez en cuando, tenías grandes epifanías».

Templo de cultura popular

Al principio, destaca Sánchez Pons, el negocio de los videoclubs era algo «muy rudimentario» porque «no estaba nada clara la frontera entre lo legal y lo ilegal». Video Instan, por ejemplo, el primer videoclub que operó en Barcelona (y hoy uno de los últimos supervivientes), funcionaba con un modelo parecido al trueque, en el que los socios aportaban una o varias películas -que en esos días podían costar entre 15.000 (90 euros) y 20.000 pesetas (120 euros)- y las intercambiaban por otras. En poco tiempo el sector se regularizó, se extendió la práctica del alquiler de las cintas.

Cada videoclub era un pequeño templo de cultura popular, con su oficiante -ese dependiente que, como dice Sánchez Pons, tenía en el barrio la misma autoridad «que un boticario de pueblo»-, su feligresía, sus mandamientos («devuelvan las cintas rebobinadas»), sus rituales y sus éxtasis. «Lo que más se romantiza en el libro es el momento de entrar en el videoclub y pasear por los pasillos eligiendo las películas que ibas a pillar el fin de semana; podías pasar dos horas mirando los estantes».

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