Series de televisión

Distopías, la cara oculta del género de moda

El ensayista Francisco Martorell descubre el fondo reaccionario de las ficciones empeñadas en dibujar futuros atroces

La actriz Elisabeth Moss en una escena de la serie distópica 'El cuento de la criada'.

La actriz Elisabeth Moss en una escena de la serie distópica 'El cuento de la criada'. / L. O.

Voro Contreras

Corrían los años 80, era sábado y, como otros cientos de miles de niños, Francisco Martorell Campos se sentaba a dos palmos del televisor esperando a que comenzara «Sabadabadá». Pero aquella mañana, en vez de Torrebruno, en la pantalla aparecieron unos bomberos vestidos de negro que quemaban libros y, de vez en cuando, también a sus propietarios. Años después Martorell supo que aquellas imágenes pertenecían a Farenheit 451, la adaptación que realizó François Truffaut del clásico de Ray Bradbury. «Para ser honesto, no entendí nada. Sin embargo me cautivó y sentó el poso sobre el que circularían las distopías que vería a lo largo del lustro siguiente gracias al VHS, la televisión pública y los programas dobles del cine Bayma».

Así lo cuenta el propio Martorell en el prólogo de Contra la distopía. La cara B de un género de masas (La Caja Books, 2021), un ensayo con el que este doctor valenciano en Filosofía, uno de los mayores especialistas españoles en pensamiento utópico y distópico, analiza el género de moda dentro de la literatura y la producción audiovisual para destapar su fondo conservador e, incluso, reaccionario.

El niño embobado ante la película de Truffaut creció y siguió consumiendo distopías «para pasar un buen rato, saciar mi inquebrantable apetito de imágenes prospectivas y sentirme agudo, rebelde». Ya en la universidad y cuando preparaba el doctorado, prendado de Weber, Adorno, Foucault y Baudrillard, empezó también a estudiarlas y, entonces, «la visión idealizada se esfumó».

Hoy las distopías saturan los videojuegos, las series televisivas, las novelas, las películas, los cómics e incluso determinados discursos científicos, filosóficos, tecnológicos y políticos. Si en su anterior ensayo, Soñar de otro modo, criticaba el déficit de utopías, en Contra la distopía el ensayista alerta del superávit de obras de un género «que participa del clamor sistémico de que lo peor está por venir, que no hay remedio y que, encima, lo tenemos merecido». Un «fatalismo paralizante» que, según el autor, «cancela la facultad de imaginar lo venidero en términos constructivos» y nos incapacita a la hora de originar «proyectos transformadores».

Y de ahí, la moda de masas. «Es absurdo creer que consumir distopías tiene algo de disidente o rebelde. El sistema incentiva su producción y absorbe hasta a los títulos que lo critican y cuestionan». Ante esto, el ensayo de Martorell presenta una crítica sistemática del género que se ejecuta atendiendo al papel que juega la distopía en el orden ideológico actual, definido por la ausencia de alternativas al capitalismo.

Distopías, la cara oculta del género de moda

Contra la distopía. / L. O.

Los «reproches» a la distopía

Son varios los reproches que Martorell va desgranando a lo largo de Contra la distopía. Por ejemplo, que es un género rematadamente individualista y nos hace creer que la igualdad y el Estado son un peligro para la libertad. «Este supuesto es falso -contraataca el autor-. La libertad necesita de tasas mínimas de igualdad y políticas estatales de bienestar para desarrollarse. Sin ellas, mucha gente está condenada a la miseria y no tiene capacidad real de elección». Como muestra de este «individualismo irreflexivo», Martorell cita clásicos distópicos como 1984, Nosotros, ¡Vivir!, El dador’o Delirium.

También reprocha que muchas distopías actuales -como Divergente, Aeon flux, Equilibrium, Equals, Anon, Siete hermanas- atacan a poderes totalitarios ya extintos y nos distraen del verdadero poder del neoliberalismo. «Hablan de amenazas ajenas a las que nos conciernen ahora, gesto que las convierte en cómplices», subraya.

En otras -Los juegos del hambre, Snowpiercer, El corredor del laberinto, Carbono alterado, Un mundo feliz, Westworld o V de Vendetta-, las revoluciones contra el poder casi siempre acaban mal o resultan decepcionantes. «Historias que supuestamente sirven para politizar a las audiencias se muestran, en verdad, despolitizadoras y herederas de los argumentos contrarrevolucionarios», explica el ensayista y añade otro detalle: «Cuando la revolución vence, la historia termina, dejándonos sin imágenes de lo que vendrá después, sin instantáneas de un mundo mejor».

Otro reproche al género distópico es que muchas de sus obras (Traición, La máquina se para, Farenheit 451, Matrix, Ready Player One o Dark City) idealizan hasta límites insospechados lo natural y lo real. «A causa de ello, sus premisas tácitas rozan el ruralismo y las teorías conspirativas», subraya. Por su parte, las «tecnodistopías» (La pianola, Este día perfecto, Black Mirror, Wall-E, o La fuga de Logan) culpan a las máquinas de todos los males, ocultando la responsabilidad del sistema político-económico que las crea y maneja. «De paso -añade Martorell-, condenan la automatización del trabajo bajo el supuesto puritano de que si no trabajamos nuestra vida carecerá de sentido».

La distopía en su conjunto, advierte también, agita miedos en lugar de esperanzas. «En el peor de los casos -explica Martorell-, suscita sentimientos derrotistas, resignados y victimistas (’no hay nada que hacer’, ‘estamos condenados’…). En el mejor, adopta un activismo defensivo sin determinar cómo aminorarlos o suprimirlos». Diagnostican pero no curan. El ensayo reconoce el poder de las distopías de hacernos ver los aspectos abominables de la realidad, «pero nos incapacita para ver los aspectos positivos». «Percibimos los retrocesos, pero no los progresos». Y también y sobre todo, critica Martorell, «blanquean el presente»: «Al escenificar futuros tan espantosos, incentivan la idea de que ahora no estamos tan mal».

Pero no todo es tan malo, no seamos distópicos y hagamos excepciones. «Hay distopías reivindicables, cargadas de energías utópicas e ideas interesantes», reconoce Martorell. Y aquí sugiere ocho ejemplos: La parábola del sembrador, Hijos de los hombres, Transmetropolitan, El cuento de la criada, El talón de hierro, Mercaderes del espacio, Jennifer Gobierno o Las torres del olvido.

LOS PECADOS CAPITALES DE LA DISTOPÍA

  • Individualismo: Nos hace creer que la igualdad es un peligro para la libertad.
  • Distracción: Contra totalitarismos pasados pero no contra el poder actual.
  • Decepción: Las revoluciones contra el poder suelen acabar mal.
  • Conspiración: Idealización hasta límites insospechados de lo natural y real.
  • Ludismo: La culpa es de la máquina, no de quién la maneja.
  • Blanqueamiento: Agitan el miedo e incapacitan para ver aspectos positivos.
  • Excepciones: Distopías cargadas de «energías utópicas».
  • Y un calamar: Una «no distopía» que aprovecha el momento.