Opinión

Exposiciones inmersivas: «Sumergirse» en el 'fast food' del arte

Las exposiciones inmersivas se publicitan como un acercamiento sin igual a esos artistas tan queridos por la afición, pero el género con el que comercian no puede estar más alejado de sus obras

Las exposiciones inmersivas se publicitan como un acercamiento sin igual a esos artistas tan queridos por la afición, pero el género con el que comercian no puede estar más alejado de sus obras

Joaquín Jesús Sánchez

Los artistas más taquilleros como nunca los habías visto». Con pequeñas variaciones de este eslogan se anuncian, por todo el país, una decena de exposiciones inmersivas. El último grito en la industria cultural promete a sus visitantes una «experiencia novedosa y pedagógica», en lugar de la habitual retahíla de cuadros colgados de la pared, tediosas vitrinas y vigilantes de seguridad que chistan si uno se acerca demasiado. Obras de Frida Kahlo, Van Gogh, Picasso o Goya proyectadas en formato gigante, animadas y con colores vivos.

Esta ocurrencia invade las grandes capitales del mundo con modelo similar: las obras más manidas de los artistas más famosetes haciendo cabriolas en una sala a oscuras. ¿Le apetece pasear bajo la Noche estrellada del pintor desorejado? Ahora puede. ¿Quiere que la serpiente de la Alegoría de la medicina salte de la pared para morderle el gaznate? Por fin un Klimt trepidante. ¡Corra a comprar su entrada y «sumérjase»!, dice el anuncio pegado al culo de los autobuses. ¿Por qué querría alguien hacer eso?

Las exposiciones inmersivas se publicitan como un acercamiento sin igual a esos artistas tan queridos por la afición, pero el género con el que comercian no puede estar más alejado de sus obras. Los Girasoles son cuadros de menos de un metro de alto y poco más de setenta centímetros de ancho. Van Gogh pintaba con muchísimo óleo, formando una textura sobre la tela difícilmente reproducible en una imagen plana. Y, por supuesto, no se mueven. Uno puede irse a Ámsterdam a ver El dormitorio en Arlés sin miedo a que una silla salga volando o que una almohada se estrelle contra su cara.

Bromeo, pero hablo en serio. Verán: el formato es parte de la obra. En la historia del arte, los tamaños han tenido una función simbólica y narrativa. Los grandes cuadros de batallas, que servían para la propaganda de los imperios, gozaban de unas dimensiones que no tenían los retratos burgueses. Cuando los pintores de comienzos del siglo XX comenzaron a pintar campesinos y proletarios en proporciones mastodónticas, no lo hicieron por capricho, sino porque esas dimensiones habían estado tradicionalmente reservadas a la representación de las clases dominantes. Así, podríamos enumerar toda una serie de aspectos materiales que determinan fundamentalmente a la obra; porque, en la mayoría de los casos y durante buena parte de la historia, las obras de arte han sido objetos, y, por lo tanto, sus peculiaridades físicas no pueden ser modificadas alegremente.

Entonces, ¿qué es eso en que, reescalado en movimiento y artificialmente colorido, se zambulle el visitante inmersivo? Un sucedáneo. La industria cultural promete una y otra vez aquello que niega. Le ofrecemos lo nunca visto de Goya, pero sin Goya. Lo hacemos a unos pocos pasos del Museo del Prado, donde están expuestos los cuadros del pintor, considerando que usted, amable visitante que acaba de pagar su boleto, no tendrá la constancia necesaria para recorrer las salas del museo donde, seguramente, se distraiga y aburra con facilidad. Para evitarle ese trago amargo, mejor le ponemos dibujos animados y lucecitas centelleantes: así, se entretiene.

La proliferación de estas «exposiciones» se debe a la facilidad con que se pueden replicar aquí y allá. Una vez diseñadas, solo es cuestión de ajustarlas a las características del contenedor de turno. El modelo de exposición por fin entra en la época de su ‘reproductibilidad técnica’. Se acabó el fatigoso trabajo curatorial, los costosos préstamos y seguros, y las incomodísimas condiciones que hay que procurar para la conservación de las piezas.

Estas propuestas hiperpublicitables y masivas han despertado el interés de muchas administraciones públicas que, bajo la extraordinaria conjunción de los vocablos «turismo» y «cultura», han visto el cielo abierto. Hace unos meses, Andrea Levy, responsable de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid, anunció la reconversión de la Nave 16 del Matadero de Madrid, que hasta entonces acogía un programa de residencias artísticas, en el MAD: Madrid Artes Digitales.

Es irónico (por usar un término suave) que se elimine un espacio de creación artística contemporánea para sustituirlo por una versión fast food. Más aun, que se le haya puesto el nombre de la corporación malvada del Inspector Gadget. La desarticulación de los espacios culturales públicos y su alquiler a subcontratas privadas obedece no solo a los postulados neoliberales de los cargos públicos que lo procuran, sino a una concepción de las instituciones culturales como meras atracciones, destinadas a atraer visitantes como se atrae a las polillas: con luces brillantes.

En términos comparativos, estas exposiciones son al arte lo que aquella noria gigante que querían colocar en el Manzanares es al urbanismo. Un trasto parido en algún gabinete de marketing que se vende como novedad, pero que es pura repetición. Un espectáculo circense que puede saciar, pero que no alimenta (más que a las empresas involucradas). Otra de esas franquicias que arrasan con lo original para vender en todas partes el mismo producto, caro y almibarado.

Suscríbete para seguir leyendo