Aniversario

Marilyn Monroe: después de la caída

Norma Jean quería ser alguien, quería ser una comediante o una actriz dramática antes que una reina del sex appeal, como rápidamente la catalogaron en Hollywood

Marilyn Monroe, en el set de rodaje de «Bus Stop». | LA OPINIÓN

Marilyn Monroe, en el set de rodaje de «Bus Stop». | LA OPINIÓN / claudio utrera

Claudio Utrera

El próximo 5 de agosto se cumplirán sesenta años de un trágico suceso que, además de conmover la opinión pública internacional y de disparar ostensiblemente la fiebre mitómana de millones de cinéfilos del mundo entero, se convirtió, desde entonces, en uno de los temas favoritos entre psicólogos, sociólogos, cineastas, semiólogos, escritores y exégetas de la cultura popular ante las oscuras circunstancias que rodearon aquel luctuoso e inesperado incidente que segó la vida de una estrella excepcional, mito supremo del erotismo en un mundo surgido de los escombros morales de una guerra cuyas secuelas psicológicas perduraron durante décadas en la memoria colectiva del pueblo estadounidense. Y ella, sin saberlo, parecía haber nacido como antídoto contra ese apesadumbrado escenario.

«Tan lejos en el tiempo pero tan cercano en el imaginario popular», sentenciaba el llorado Juan Goytisolo en un artículo conmemorativo sobre la malograda estrella publicado en El País. Los teletipos de las agencias informativas norteamericanas daban así la noticia: «Ayer, tras ingerir una sobredosis de somníferos, fallecía en un pequeño bungalow de la ciudad californiana de Los Ángeles la popular actriz y cantante norteamericana Norma Jean Baker, más conocida como Marilyn Monroe».

Icónico retrato de la actriz. | LA OPINIÓN

Icónico retrato de la actriz. | LA OPINIÓN / claudio utrera

Su decisión de acabar con su vida, presentida ya tras su penúltimo fracaso sentimental con el dramaturgo Arthur Miller, autor de algunas de las piezas más radicales y controvertidas de la escena norteamericana, no pilló a casi nadie de sorpresa pues, desde hacía algún tiempo, las huellas de sus perturbaciones emocionales y de sus continuos desencuentros profesionales en la meca del cine se iban reflejando en su bello rostro como la prueba indiciaria del declive físico y moral que presidió sus últimos meses de vida. Su sonrisa grande, luminosa y abierta, tantas veces elogiada por sus legiones de fans y por muchos de los grandes fotógrafos del viejo Hollywood, quedó definitivamente congelada aquella noche para convertirse en pasto del recuerdo.

La estrella, de 36 años de edad, que al parecer sufría una fuerte depresión ocasionada en parte por la reciente ruptura de sus esporádicos encuentros íntimos con John F. Kennedy, revelaba en su mirada los signos externos de un drama personal que arrastraba desde su infancia, un drama congénito que arruinaba su juventud y la arrojaría a los brazos de hombres sin escrúpulos o de maridos demasiado ocupados de sí mismos como para preocuparse por conocer a fondo los profundos desequilibrios afectivos que sufría desde su más temprana juventud junto a una madre de marcado carácter bipolar y a un padre virtualmente inexistente.

Rosas rojas

Su explosiva y contorneada figura yacía desnuda y sin vida sobre la cama. La cabeza colgaba inerte, como desenganchada del resto de su cuerpo. Sobre la mesita de noche, adornada con un par de rosas rojas, se podía ver la prueba decisiva de su inesperado suicidio: un tubo vacío de nembutal junto a un vaso de agua a medio consumir. Parte de lo que fuera su contenido quedaba desparramado sobre la mullida moqueta, mientras una luz muy tenue se filtraba a través de un fino pañuelo de seda que cubría parcialmente la lámpara del dormitorio.

A través de su inextinguible poder de fascinación, derivado no solo de su volcánico erotismo sino de la irresistible ternura que destilaba su presencia en la pantalla, el mundo ha podido preservar el recuerdo de su identidad más auténtica, a pesar de su condición de eterno objeto de consumo voyeurista, mostrando, con la perspectiva del tiempo –más de medio siglo– una Marilyn al mismo tiempo más cercana al mundo, más asequible y compleja. Con ella se obró el milagro de la fusión perfecta: sus personajes acabaron confundiéndose con su propia vida.

Marilyn Monroe, en una imagen de «Con faldas y a lo loco». | LA OPINIÓN

Marilyn Monroe, en una imagen de «Con faldas y a lo loco». | LA OPINIÓN / claudio utrera

Las heroínas que encarnó en el cine se transformaron en verdaderos correlatos de su historia personal, en ecos diversos de una misma voz. De ahí que, al contemplar hoy sus viejas películas, incluso aquellas donde su actuación no resulta tan encomiable, resulte inevitable encontrar claras analogías con distintos aspectos de su accidentada biografía personal.

Dramas y comedias, con mayor o menor enjundia, que, de un modo u otro, revelan el olfato de los halcones de Hollywood para urdir montajes comerciales alrededor del drama íntimo de una mujer-objeto a la que convirtieron malgré lui en algo que nunca quiso ser: una devoradora sexual insaciable y altiva capaz de encender a su paso las pasiones más abrasivas sin dejar otros rastros a su paso que el de sus poderosos encantos personales.

Marilyn, sobre la que han corrido verdaderos ríos de tinta, comenzó a ser ella misma hacia 1953, cuando entró en los primeros conflictos con 20th Century Fox por los no siempre satisfactorios papeles que le adjudicaban. Y fue de otra manera ella misma cuando llega a su segundo matrimonio, esta vez con el popular jugador de baseball Joe Di Maggio, una unión que solo duró algunos meses -14 de enero al 4 de octubre de 1954- pero que fue recordada durante años. En 1955 Marilyn ya estaba en conflicto abierto con la Fox y formó en sociedad con Milton H. Greene y Frank Delaney la firma Marilyn Monroe Productions, una de las muchas sociedades de producción independiente que en aquel momento se formaban alrededor de intérpretes de gran calado. Entonces anunció que su deseo era interpretar a Grushenka en una versión de Los hermanos Karamozov de Dostoyevski, abandonó California y se concentró en Nueva York, donde realizó dos tareas muy privadas y voluntarias: concentrarse en la lectura en las bibliotecas de Manhattan y asistir como estudiante del Actor’s Studio, con la intención, al menos aparente, de ser en el futuro no ya una belleza sino también una actriz artísticamente solvente. En su nueva personalidad de productora,

Marilyn anunció en 1956 que su empresa había adquirido los derechos para adaptar The Sleeping Prince, una obra teatral del gran Terence Rattigan con la que Laurence Olivier había triunfado en Londres. Aunque John Huston fue anunciado como director el mismo Olivier terminó por dirigir a Marilyn en el filme definitivo, El Príncipe y la corista (The Prince and the Showgirl, 1957), rodado en la capital británica. Sobre esa pareja observó el cineasta Joshua Logan, quien la dirigiría en Bus Stop, que Oliver y Monroe, dos perfiles actorales aparentemente dispares, eran «la mejor combinación que se ha inventado después del blanco y negro».

Arthur Miller

No sería sin embargo la más original en la carrera de la actriz. El 29 de junio de 1956 Marilyn se casó con Arthur Miller, una unión que duró hasta noviembre de 1960, y que se liquidó con un divorcio en enero de 1961. De ese matrimonio se esperó por dos veces alguna descendencia, en ambos casos con pérdida de la criatura antes del nacimiento. Quedó sin embargo de aquella relación un filme memorable: Vidas rebeldes, donde Marilyn compartía protagonismo con figuras de la talla de Clark Gable, Montgomery Clift, Eli Wallack o Thelma Ritter, primero de los asuntos que Miller escribió directamente para el cine y obviamente un tema consagrado al carácter y a la interpretación de su mujer en una actuación que parecía el inicio de un nuevo e interesante giro en la carrera profesional de la estrella.

En toda esa personalidad de gran diva existía sin embargo un fondo muy valioso. Como femme fatale insinuante, versátil y felina, que no solo era hermosa sino que despedía y pedía sensualidad. Marilyn hizo en cine algunas intervenciones notables en filmes que por otros conceptos podían ser triviales, particularmente en Los caballeros las prefieres rubias o Cómo casarse con un millonario. Quería ser mejor actriz que eso, desde luego, y era muy razonable que aspirara a ser la Grushenka de Los hermanos Karamazov; de esa pretensión mayor se burlaron muchos, pero no se ríen quienes leyeron a Dostoyevski y saben hasta dónde el personaje es cercano a la personalidad real de Marilyn podía tener buenas razones para protestar contra el estudio, irse de allí y querer convertirse en alguien por su cuenta. Cuentan las crónicas que en abril de 1957 fue muy cruel la conducta de Marilyn cuando despidió de su compañía de producción a su socio Milton H. Greene; a esa altura ya era una experta en finanzas empeñada en defender no ya su interés ni su dinero sino la libertad de ser su propia dueña. Estaba en el camino de la independencia, en la formación de su personalidad: «Nunca tuve una oportunidad de aprender nada en Hollywood. Me manejaron demasiado rápido. Me empujaron de una película a la otra». Quería ser alguien, quería ser una comediante o una actriz dramática antes que una reina del sex appeal.

Por qué no lo consiguió debe ser un problema muy íntimo. En Vidas rebeldes estaba haciendo ya la caricatura de aquel encanto femenino que supo mostrar años antes. Una razón externa de ese triunfo siempre buscado y nunca logrado es la carencia de guionistas que supieran verter en un filme esa mezcla de sensualidad e inocencia, de belleza y de vida interior, que ha asomado en tantos fragmentos de sus películas y que nunca alcanzó a parecer una personalidad clara y dominante. Una razón interna más misteriosa es el desequilibrio que asomaba en su conducta, ese desequilibrio que la hacía llegar tarde a todos lados, perjudicaba la relación con sus productores e impedía que sus legítimas aspiraciones fueran tomadas en serio. Pero su leyenda sin embargo sigue dando sus frutos: hace dos semanas el conocido retrato sobre la estrella inmortalizado por Andy Warhol en 1964 fue vendido en Christie’s por 195 millones de dólares, cifra nunca alcanzada hasta ahora por un cuadro realizado en el siglo XX.

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