Una ocupación insegura

Escribir libros solo por amor al café

Según la Asociación de Escritores de España, un 77,2% de los escritores tienen ingresos inferiores a 1.000 euros anuales por derechos de autor

Escribir libros solo por amor al café

Escribir libros solo por amor al café / elena hevia

Elena Hevia

Este es un artículo sobre literatura que, sin embargo, no hablará de estética o de tramas, de escritura o de personajes. Hablará de dinero. Tema tabú donde los haya en lo tocante a la creación artística, que en un mundo ideal exigiría una total independencia. Pero cómo vivir una dedicación plena a la escritura si, en la mayor parte de los casos, no se puede vivir de la escritura. Y no se puede vivir. Esa es la realidad. En 2019, año prepandémico, un estudio de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE) desvelaba que un 77,2% de los escritores tienen ingresos inferiores a 1.000 euros anuales por derechos de autor. Así que si no es aquello del «escribir en España es llorar» de Larra, se le parece mucho.

Existe un gran contraste entre la imagen glamurosa de reconocimiento público del autor y la triste realidad

Nunca fueron los escritores muy dados a contar penurias económicas, pero quizá eso esté cambiando en los últimos tiempos. Cuando la escritora Marta Sanz publicó en 2017 su libro Clavícula (Anagrama), sorprendió especialmente que en las páginas autobiográficas de la novela revelara sus ingresos mensuales, no todos procedentes de sus royalties: 1.256 euros en enero, 325 en febrero, 7.000 en marzo, 122 en abril, 650 en mayo, 500 en junio…

Genéricamente existe un gran contraste entre la imagen glamurosa de reconocimiento público del autor y la triste realidad. Y es que, en la mayoría de los casos, lo que garantiza la subsistencia de los escritores no es la escritura en sí, sino una serie de trabajos que rodean esa labor y que pueden incluir tareas de traducción, talleres de escritura, conferencias, participaciones en congresos y en jurados literarios, amén de colaboraciones en la prensa. Capítulo aparte merecen los autores que compatibilizan la escritura con su vida de profesores y los periodistas metidos a escritores. Luego están los escritores que arañan tiempo a la vida mientras trabajan en otros oficios. Hay casos conocidos como José Ignacio Carnero, que es abogado; también fue esa la opción del arquitecto y poeta Joan Margarit y también la del economista y novelista José Luis Sampedro, que compatibilizaron ambas vocaciones.

Clases sociales

«Muchos compañeros me agradecieron que escribiera esa página de Clavícula –explica Marta Sanz (Madrid, 1967)– porque en cierto modo era una manera de superar el tabú. Y es que vivimos en una sociedad capitalista donde se supone que tu condición de escritor te la ganas en función del éxito que tienes». Naturalmente, no a todos los autores se les puede medir por el mismo rasero porque en la escritura, al igual que en otros sectores, se pueden establecer clases sociales: están los pocos escritores capaces de hacerse millonarios con los libros y que tienen un nivel de vida espectacular, hay un lumpen-proletariado que jamás podrá vivir de lo que escribe y hay una clase media, por fortuna cada vez más amplia, que se mantiene a flote no sin fluctuaciones. «Yo ahora puedo vivir de mi relación laboral con Anagrama pero el problema es que nunca sabes cuánto va durar ese bienestar y el fantasma de la precariedad siempre está acechando», apunta Sanz.

En el mundillo se suele poner un ejemplo muy clarificador, y un tanto descorazonador, de lo que se lleva un autor de la compra de un libro. Pongamos que este cuesta un precio medio de unos 20 euros. Un 30% de esa cantidad se lo lleva el editor que ha apostado por el autor y que se arriesga a que el libro llegue a venderse o no. Otro 30% va a parar al distribuidor y un tercer 30% se lo queda el librero. Tan solo el 10% corresponde al autor y caso de que este tenga agente, esta se llevaría un 1% del total. El resultado es que al escritor, descontados los impuestos, le da por ejemplar vendido para tomarse un café en un bar normalito. Naturalmente esa cantidad debe multiplicarse por 2.000, que es la tirada media, y rezar para que se obre el milagro de ediciones sucesivas. También hay que tener en cuenta que estas son cifras que pueden variar en función del caché del autor, que puede exigir un tanto por ciento mayor cuanto mayores sean sus expectativas comerciales.

¿Es esto injusto? En esa polémica hay que poner sobre la mesa que editores, libreros y distribuidores se arriesgan mucho más materialmente que el autor. En el caso de los editores no solo debe mencionarse el contrato a diseñadores y correctores sino también el contrato a los traductores que, a su vez, cobrarán derechos de autor; y los anticipos que no siempre se cubren, es decir, que no se cumplan las previsiones de ventas.

Elvira Navarro, escritora a tiempo completo, hoy se gana la vida dando talleres de escritura y haciendo traducciones

Al escritor vasco Iván Repila (Bilbao, 1978) el reparto le parece acertado. «Sé que muchos de mis compañeros escritores no estarán de acuerdo conmigo, pero yo no conozco a distribuidores y libreros que se hayan hecho ricos. Dejando a un lado a las grandes editoriales, que naturalmente ganan dinero, las pequeñas y medianas editoriales trabajan 20 horas al día, fines de semana incluidos, y tienen sus apuros como los tenemos nosotros. Creo que si desequilibramos esto alguien va a salir perdiendo», dice el autor, que confiesa haberlo pasado mal –como tantos de sus colegas– durante la pandemia porque algunas de las actividades complementarias a la que se dedicaban él y su pareja, la también escritora Aixa de la Cruz, se frenaron en seco. «Nos preocupó mucho la situación porque tenemos una hija muy pequeña. Aixa, por suerte, se dedica a la traducción y yo doy clases de escritura online y eso nos ayudó a seguir. Si decides vivir solo de esto debes saber que es un lugar tenebroso e inseguro, pero también mucho más estimulante».

Sesgo generacional

Para Elvira Navarro (Huelva, 1978), la precariedad no están solo en su vida. También es uno de los grandes temas de su escritura. Lo fue en La trabajadora (Literatura Random House), una de sus grandes novelas. «Yo empiezo a publicar en 2007, cuando comienza la crisis. A mí me pilla de lleno la precarización, así que puede decirse que no he conocido otra cosa. Hablar de ello es algo consustancial a mi generación, porque el dinero entró en el debate público de una manera muy directa y sin ambages». Navarro, escritora a tiempo completo, hoy se gana la vida dando talleres de escritura y haciendo traducciones. «Creo que los escritores hoy no tienen el menor pudor de hablar de sus miserias económicas porque tampoco han conocido otra cosa. Si yo hubiera nacido en una familia rica seguramente el tema económico sería secundario».

A Martín le parece una «aberración» que en los muy sofisticados tiempos digitales las ganancias sigan los mismos porcentajes que en la era Gutenberg

«Esto ha sido un gran conflicto para mí e inevitablemente lo llevo a los libros». Ella también siente que las ganancias del autor son justas: «Honradamente, no sé cómo se podría arreglar eso». Quién sí sabe de ello, mayormente porque su trabajo es velar por los intereses económicos de los escritores, es la agente literaria Mònica Martín, de la agencia MB, que entre otros lleva a autores como Enrique Vila-Matas, Ignacio Martínez de Pisón, Lucía Lijtmaer, David Trueba, Miqui Otero y Llucia Ramis. A Martín, como a cualquier agente a quien se le pregunte sobre el tema, el famoso 10% para el autor le parece injustísimo. «El autor es la parte imprescindible de la cadena del libro, una pirámide construida única y exclusivamente sobre el trabajo del escritor, y en muchas ocasiones parece que moleste. Además si se trata de un libro de bolsillo el autor no cobra ya dos euros por ejemplar sino 0,50. Para ganar dinero con eso, ¿cuánto tiene que vender?».

Otros trabajos para no morirse de hambre

 «Mándeme algo de dinero para evitar que me muera de hambre», escribió Paul Verlaine a su editor. Como los del poeta francés, muchos han sido los apuros económicos de los escritores. Algunos como Valle-Inclán o Edgar Allan Poe murieron en la más descarnada pobreza. Cervantes y Balzac hicieron todo un arte del escapar de los acreedores y de hecho el primero reconvirtió ese saber en profesión como recaudador de impuestos. Otros, como Franz Kafka o Emily Dickinson, jamás llegaron a saber los royalties que con el tiempo generaría su trabajo y, por supuesto, su posición crucial en la historia de la literatura. La buena recepción comercial no garantiza la pervivencia.

Antes y ahora, ser escritor no es exactamente ese destino seguro que tus padres desean para ti. Por eso tantos y tantos autores tuvieron profesiones alternativas . Algunos pactaron con la convencionalidad, como Margaret Atwood, que se ganó la vida un tiempo sirviendo cafés o Raymond Chandler, que llegó a ser subdirector de una compañía petrolera aunque lo despidiesen por su legendario alcoholismo. Charles Bukowski trabajó hasta los 49 años como cartero para dedicarse después a la escritura y a destrozarse el hígado en el submundo urbano.

También hay muchos médicos en la historia de las letras: Mijail Bulgákov y Antón Chéjov o el poeta William Carlos Williams, que jamás abandonó la profesión, como tampoco lo hizo el incómodo Louis-Ferdinand Céline. Fue un colaboracionista y un antisemita condenado al ostracismo, pero no dejó de atender en sus últimos días a los más desfavorecidos en un suburbio de París.

A Martín le parece una «aberración» que en los muy sofisticados tiempos digitales las ganancias sigan los mismos porcentajes que en la era Gutenberg. «La edición digital es más barata, pero no es solo eso, también el tiempo de reacción de un editor es mucho más rápido. Antes entre una reedición y otra tenías que esperar un mes y medio, hoy es inmediato. Los gastos de los editores se han reducido pero eso no ha supuesto ningún cambio para los autores. Todo el mundo se llena la boca con los anticipos millonarios de unos pocos autores, pero la realidad es otra». Aunque Martín no quiere dar cifras, esos anticipos, digamos de clase media, pueden ir desde unos miserables 1.500 a unos 4.000 euros, por un trabajo que ha ocupado al autor varios años.

Hablar de dinero quizá no sea elegante pero es una realidad incontestable. Y el pudor, pese a todo, no se ha perdido. Algunos autores se han negado a participar en este reportaje. Marta Sanz lo analiza así: «En una sociedad en la que se reconoce tu valor por lo que vendes y lo que ganas, sabes que tu sinceridad puede hacerte daño porque eso merma tu reconocimiento. Esa es la perversidad del sistema».

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