Ciudades abandonadas

Akarmara, reconquista de la naturaleza

Continuamos un periplo por rincones olvidados del mundo con un idílico paraje de Abjasia o Georgia que tras ser sometido por la prosperidad y volvió a su esencia agreste

Akarmara, una ilustración de Javier Rico

Akarmara, una ilustración de Javier Rico / L.O.

Pedro Rojano

Pedro Rojano

Son las raíces las primeras en predecir el abandono. Acechan bajo el pavimento con el ritmo pausado de la naturaleza y asoman el tallo cuando advierten la ausencia. Ensanchan las grietas, atascan las tuberías y se despeñan por los balcones en una invasión silenciosa. Recubren de verde el cemento construyendo nuevos volúmenes, cavidades ocultas, adornos florales.

En las ciudades abandonadas, la naturaleza es la responsable de ocultar las huellas del hombre, su religión y sus etnias, sus disputas y odios, su obsesión por fijar fronteras. Raíces que arrancan los hierros de los portales y las rejas, levantan adoquines, desplazan los muebles, trepan por las fachadas. Con sus cien dedos de clorofila se abrazan a los hogares para retornarlos a la tierra y volverlos fértiles.

Akarmara yace bajo un manto aterciopelado de hojas de hiedra. Decenas de edificios rectangulares de seis plantas se alinean como gigantescos árboles de ladrillo en un bosque insólito. El sisar de las hojas anunciando la lluvia es el lenguaje que hoy se oye por los callejones. Se abre paso hacia el interior de los apartamentos, aprisiona el eco fantasma en las habitaciones y pone voz al silencio.

En la década de 1940 se fundó la ciudad para albergar a los trabajadores soviéticos que trabajarían en el complejo minero de Tkvarcheli. Sus habitantes se instalaron en un idílico paraje repleto de vegetación. Talaron los árboles y cortaron sus raíces. Labraron la tierra, cuidaron de la ganadería, multiplicaron los apellidos. Atraídos por la riqueza del suelo, levantaron minas y fábricas, abrazaron el ferrocarril y dieron la bienvenida a los viaductos que atravesaban las altas montañas del Cáucaso.

Akarmara

Akarmara / EFE

El progreso comenzó a brotar de las piquetas, crecía bajo los cimientos de los edificios industriales, se acumulaba bajo los sillones de la Sala Comunitaria, impregnándolo todo de una aletargante fragancia. Los tallos de la prosperidad asomaron entre la grava plantada bajo los nuevos rieles de la estación de ferrocarril, uniéndose al desfile de un ejército de traviesas en paralela formación para resistir el avance de los trenes hacia Moscú. Comenzó a florecer la cultura entre los pupitres de pino de las escuelas y polinizó los cuadernos a rayas con márgenes rojos y tinta azul. La naturaleza fue retirándose de los senderos para dejar paso a amplias avenidas interconectadas con calles que distribuyeron el tráfico bidireccional como una savia, haciendo circular la vida y el dinero hasta las altas copas del bosque urbano de Akarmara. La disolución de la URSS se llevó las subvenciones al carbón, los viaductos y el ferrocarril. Aún así, los habitantes permanecieron fieles a este terreno hasta que la guerra se encaprichó por el paisaje. Taló a sus habitantes y cortó sus raíces.

Entre 1992 y 1993 se propagó la mala hierba de una guerra antigua. La independencia de Georgia tras la caída de la URSS, alentó los deseos de una parte de la población que renegaban de su nueva identidad, reclamando su territorio para continuar siendo rusos. Fue una batalla feroz por el control de los recursos naturales, destruyendo con idéntica competencia las infraestructuras que antes habían levantado. Mientras, al otro lado del fuego, los árboles eran testigos de la incoherencia de los hombres y se prestaron a continuar su precisa reconquista bajo la tierra. Un asedio prolongado obligó a los habitantes a resistir sin abandonar sus hogares. Muchos murieron en los bombardeos georgianos al tiempo que los helicópteros rusos, desafiando el fuego antiaéreo, rescataban a algunos de ellos. La heroicidad de aquellos ciudadanos obtuvo la medalla de la indiferencia por ambos gobiernos, los cuales se citaron el 14 de mayo de 1994 para sellar una paz ilusoria que mantiene el miedo amartillado en esa franja envenenada entre Abjasia y Georgia.

Ni para los unos, ni para los otros. Akarmara se quedó en el centro de la disputa, abandonada como un cetro en una república, oculta como una mina antipersona tras una guerra. Algunos reclaman el territorio para la nueva República de Abjasia. Otros para Georgia. Hay quien reclama, intoxicado de nostalgia, recobrar la vinculación con Rusia. De momento, es el gobierno de la naturaleza quien se ha hecho con el control. Las raíces de los árboles, ni levantan aduanas, ni respetan fronteras.

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