La Navidad del cine: endulzar la realidad es necesario

Tan Navidad como los turrones, el roscón (prometo no hablar tanto de dulces en la misma proporción que los como) y las cabalgatas, son las buenas películas. Tan totémico en la vida como los que se regustan infantilmente en la penumbra de las LED del árbol -un parpadeo eléctrico capaz de suspender el tiempo- o una manta de lana gruesa que protege de la más peligrosa de las DANAS -las de uno mismo- o esos reencuentros entre el frío del propio invierno y el calor del alcohol que brindan por novedades y recuerdos. Más promesas por cumplir que olvidar las que se han incumplido, porque así terminan y empiezan los años: tirando la lista de propósitos para aprender a vivir del papel del blanco.

Un poco como lo que consigue Que bello es vivir (1946), de Frank Capra y con James Stewart, obras que te devuelven el sentido, el impulso de ir a la luna y llevártela. De creer en los ángeles con alas como Clarence.

Tampoco existe Navidad sin Love Actually (2003). La macrohistoria más pura, para algunos edulcorada de sirope y confeti (yo soy fan del dulce si está bien escrito, y Richard Curtis es un maestro chocolatero), que se ha hecho sobre el amor. La peli no tendría ese valor dramático, esa ficción que funciona como nexo sanador con la realidad, sin esa voz en off que nos habla de las guerras no resueltas y los conflictos mortales que sólo pueden combatirse con el corazón. Una particular zona de combate de besos y abrazos que se producen genuinamente en las terminales de los aeropuertos. Siempre habrá historias más interesantes (y bastante mejor resueltas) que otras, pero es increíble lo bien que funciona, a pesar de los subrayados musicales y las convencionales carreras en busca de lo anhelado, la cohesión de todas ellas en un mismo espacio. Yo quiero vivir una historia de Navidad donde me quieran y deseen Colin Firth, Liam Neeson, Hugh Grant... Pero tendré que pedirlo por Nochebuena.

Endulzar la realidad es necesario, que la ficción la supere en fuerza y velocidad, amarrándola con un candado para que no suelte durante cerca de dos horas. Pero siempre se suelta, el cine lo hace.

Ahora que Sean Baker está presente en la conversación cinéfila con su Anora -la Palma de Oro de este año e indiscutible mención en mi top del año- menciono Tangerine (2015). La película de Navidad que nunca me esperaría ver, de quien en un halo antónimo de la festividad y el consumo ha dado espacio a los que no pueden tener ni celebrar, pero sobre todo querer. Sean Baker, con la aparente trivialidad de un iPhone y tintes del lenguaje videoclipero, nos hace recorrer un día de Nochebuena con los descalificados por la sociedad, prostitutas, transexuales o inmigrantes que sobreviven mientras el mundo se aprovecha de ellos. Tan marcado en su uso del color, Baker da falsas esperanzas a unos personajes que, entre tonos anarajandos, se protegen con las migajas de luz exterior ante de que la noche evidencie su soledad.

Porque pobres, de lencería o despachos, siempre el enemigo más fuerte y constante frente a la jerarquía sistemáticamente capitalista, la misma que vuelve las oficinas infinitas en el espacio, y a sus empleados más pequeños, indistinguibles del fondo, es el amor. Así lo entiendo viendo otra vez El Apartamento (1960), de Billy Wilder, un blanco y negro que rebosa actualidad y todo la esperanza que nos falta.

Yo también me vuelvo un enemigo del sistema si hay que dar la vida por Shirley Maclaine, mi crush del cine, señorita Fran Kubelik. Algo prestado tengo de ese Jack Lemmon barajando las cartas, torpe y apasionado, que nos regala con su CC Baxter uno de los personajes del cine. Un regalo que, como otras películas, se disfruta con el árbol amparando el fondo el salón. A ti, para silenciar el ruido que sólo tú escuchas. Escudando la bandeja de turrones que barren tu dieta por tiempo limitado (he roto la promesa de no hablar de dulces).